Durante las últimas décadas, el concepto factor humano se ha consolidado en la terminología de la administración organizacional. Se trata de una idea compleja e importante, referida al peso de la individualidad y la interacción personal en el éxito –o fracaso– de una institución determinada[1]. Aparejada a la noción del factor humano, se encuentra la prudencia, una virtud que ayuda a elegir y perseguir buenos fines, y que, en general, sirve para distinguir el bien del mal[2].
Si la prudencia se construye correctamente, el quehacer de los integrantes de una colectividad será más productivo y conllevará menos dificultades prácticas[3]. Su aplicación en el plano del Derecho es fundamental, sobre todo, en el dictado de las sentencias. Dicha virtud, que sólo puede encontrarse en la naturaleza humana, es el punto de partida para las innumerables decisiones que toma el Poder Judicial. Ante ello, las resoluciones dictadas por un tribunal nacen, o deben nacer, en un ejercicio prudencial que sólo puede ser efectuado por un humano. Tomando eso en consideración, ¿sería posible que la respuesta a un problema jurídico se originara en alguna fuente distinta a la razón humana? Y, derivado de ese cuestionamiento, ¿convendría que la solución de un litigio se dictara sin la evaluación prudencial y se dejara “en manos” de una computadora? Para responder a tales interrogantes, hay que mencionar que desde hace algunos años se ha experimentado con programas de inteligencia artificial que analizan asuntos y dictan sentencias[4]. En China[5], Estonia[6] e Israel[7] se ha “confiado” a sistemas computacionales la determinación de a quién corresponde la razón en asuntos específicos que, normalmente, son de baja cuantía. El uso judicial de la inteligencia artificial en dichos países se ha dirigido a analizar o cotejar pruebas, revisar precedentes legales, tomar declaraciones de las partes, recabar testimonios y conducir el juicio en lo referente a las objeciones de los contendientes. Es necesario destacar la diferencia entre usar las computadoras como simples herramientas para dictar sentencias y permitir que tales máquinas se conviertan en la fuente única de la decisión. En efecto, desde hace décadas, se usan algoritmos para encontrar argumentos que justifiquen la resolución, pues no alcanzan a incidir en el fondo de la decisión que debe tomarse desde la prudencia, sin embargo, sería notoriamente inconveniente que el asunto fuera “conocido” por la inteligencia artificial, que por su propia naturaleza se encuentra impedida para analizar y resolver una litis con justicia, prudencia y humanidad. Así, por poner un ejemplo, la Corte Constitucional Colombiana, en su sentencia T-323-2024, ha subrayado la necesidad de que el Consejo Superior de la Judicatura de dicho país emita guías claras sobre el uso de las computadoras, y en la que ordenó que la inteligencia artificial no sustituya a los humanos en el trabajo jurisdiccional[8]. Al respecto, hay que decir que, incluso en ámbitos técnicos exactos –en las que hay poco o nulo margen para la opinión–, las computadoras también pueden “elegir” equivocadamente[9], por lo que deben ser supervisadas por operadores humanos –que, es verdad, también pueden cometer muchos errores[10]. Como puede verse, la cuestión sobre dejar la labor judicial en manos de humanos o computadoras –robots, como se ha puesto de moda llamarlas– será objeto de un debate que ganará intensidad y seriedad en muy pocos años. Y la respuesta a ese problema debería pasar no solamente por responder quién –o qué– lo puede hacer más rápido o “sin equivocarse”, sino quién lo puede hacer mejor, con prudencia y orientación a lo justo. Finalmente, y en conexión con todo lo anterior, se debe reflexionar sobre cuál será el papel del Poder Judicial en la conformación y delimitación de las “competencias” o funciones” de las computadoras en el trabajo de los tribunales, y cuál será la postura que asumirá respecto de su reemplazo por máquinas. [1] García de Hurtado, María C. y Leal, Martín, “Evolución histórica del factor humano en las organizaciones: de recurso humano a capital intelectual”, Omnia Año 14, No. 3, 2008, pp. 144 a 146, disponible en: https://www.redalyc.org/pdf/737/73711121008.pdf [2] Castillo González, Leonel, La prudencia, Ciudad de México, Editorial TEPJF, 2019, págs. 19 a 26. [3] Por ello, es necesario aumentar la prudencia dentro de una colectividad, y de ese modo reducir la posibilidad de que el factor humano provoque problemas para alcanzar los fines de un órgano o grupo de personas. [4] Las cursivas aluden a la imposibilidad de afirmar, tajantemente, que una computadora tenga la competencia para dictar verdaderamente una sentencia. [5] Zhabina, Alena, “Cortes chinas ya resuelven casos con inteligencia artificial”, DW, 20 de enero de 2023, https://www.dw.com/es/las-cortes-de-china-ya-utilizan-inteligencia-artificial-para-resolver-casos/a-64471873 [6] Redacción, “Estonia se prepara para tener ‘jueces robot’ basados en inteligencia artificial”, GTT, 21 de junio de 2019, disponible en: https://www.gtt.es/boletinjuridico/estonia-se-prepara-para-tener-jueces-robot-basados-en-inteligencia-artificial/ [7] Rodríguez García, Elías, “La Inteligencia Artificial ha vuelto a ganar a los abogados en leyes”, EL ESPAÑOL,13 de abril de 2018, disponible en https://www.elespanol.com/omicrono/tecnologia/20180413/inteligencia-artificial-vuelto-ganar-abogados-leyes/299471471_0.html [8] Al respecto, véase: Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-323-2024, párrafo 424, entre otros, y punto resolutivo cuarto, disponible en: www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2024/T-323-24.htm [9] Como sucede cuando el software de una aeronave termina por estrellarla. [10] Así pasa cuando los pilotos emplean equivocadamente los sistemas de navegación de un avión.
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Las noticias sobre tiroteos y tragedias ocurridas a causa del uso de armas de fuego se suceden continuamente en los medios de comunicación. Tales incidentes, que no son propios de un solo país, tienen un factor común: los responsables cometieron los ataques con herramientas letales –hechas para matar–. A la par de esa idea, resulta obvio que si los perpetradores no hubieran tenido acceso a esa clase de instrumentos, entonces los hechos –la pérdida de vidas humanas– no hubieran ocurrido.
Conviene aludir varias estadísticas inquietantes sobre la violencia derivada del uso de armas de fuego. Una de ellas es que el 70% de las muertes no naturales en México son provocadas con armas de fuego[1], es decir, se trata de una causa que supera a cualquier otra, como los accidentes de tránsito. Recuentos adicionales, pero de carácter internacional, son que “el 71% de todos los homicidios cometidos en el mundo conllevan violencia con armas de fuego”[2]. Ante ese escenario, parecería que la realidad comprueba la inconveniencia de permitir que el acceso a las armas de fuego sea universal y, simultáneamente, se aprecia que solamente deberían ser empleadas por las autoridades del Estado y fuerzas de seguridad privadas en un marco de estrecha regulación, como sucede en casi todos los países europeos. Lo contrario, esto es, la tenencia indiscriminada de pistolas, rifles, fusiles, escopetas, ametralladoras, etcétera, llevarían a un escenario indeseable en el que tales herramientas fueran empleadas para provocar muy diversos males, y no para propiciar un bien. Pues bien, frente a los datos duros y al sentido común, hay quienes pretenden que los civiles tengamos un acceso cada vez más amplio a las armas de fuego, fomentando la legalización de su posesión y portación –como se propone en la iniciativa de reforma de la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, para que campesinos y ejidatarios puedan poseer, portar y usar armas para la defensa de sus bienes–. Al respecto, cabe preguntarse si esto conviene realmente y, si la promoción de la “certeza jurídica” para la tenencia de armas como las mencionadas no se convertirá, más bien, en una medida que provocará la certeza de vivir en un entorno más peligroso. Es verdad, hay que reconocerlo, que la Constitución mexicana[3] –y otras en el mundo, como la de Estados Unidos de América– prevén que sus habitantes podrán poseer armas, sin embargo, por más que esa regulación tenga nivel constitucional, vale la pena reflexionar si realmente es posible considerar la existencia de un “derecho a poseer, portar y, claro, usar armas de fuego”, si a fin de cuentas el Estado tiene como una de sus principales funciones garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Entonces, ¿por qué armar a quienes se encuentran tutelados en sus personas y sus bienes por el Estado? Y, de la mano de esa pregunta, hay que reflexionar si un Estado que permite a sus ciudadanos tener armas está reconociendo, al menos de forma tácita, que ha fracasado en una de sus principales misiones. Es importante decir que, más allá de las experiencias ajenas y desconcertantes vividas en otros países respecto del uso de las armas de fuego por civiles, en México es necesario tender al gradual y urgente desarme de sus ciudadanos, no al revés, para evitar tragedias de toda índole causadas por el uso de las armas en cuestión, y para avanzar hacia la consolidación del Estado de derecho, reservando el ejercicio de la fuerza a los agentes de la autoridad. Como corresponde siempre ante una reforma, es necesario analizar críticamente qué deseamos como mexicanos, y para este caso en particular hay que recordar que, incluso desde la estadística, somos gente pacífica a la que no le gustan la violencia ni las armas[4]. Así pues, lo que toca al Poder Legislativo es impedir la aprobación de la iniciativa mencionada. El Poder Judicial, si llegara a darse el caso concreto, deberá verificar la coincidencia de diversos bienes jurídicos tutelados en una ley como esa, frente a otros valores –como la paz, la seguridad, la integridad física, entre otros–, ¿cuál tendría que elegir? De fondo, puede verse, la Justicia tendrá nuevamente en sus manos la posibilidad de proteger a la sociedad y exigir a las demás ramas del Estado que cumplan su labor. [1] Ortiz, Alexis, AMLO envía a diputados iniciativa sobre portación y control de armas, ANIMAL POLÍITICO, 18 de septiembre de 2024, disponible en https://animalpolitico.com/politica/amlo-iniciativa-armas-fuego [2] Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Comunicado de prensa núm. 460/24, 1 de agosto de 2024, disponible en: https://www.inegi.org.mx/contenidos/saladeprensa/boletines/2024/DH/DH2023_Ene-dic.pdf [3] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 10. Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción de las prohibidas por la Ley Federal y de las reservadas para el uso exclusivo de la Fuerza Armada permanente y los cuerpos de reserva. La ley federal determinará las condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas. [4] Bahena, Jimena, 96% de mexicanos no tiene armas de fuego ni les gusta la violencia, CÁMARA, PERIODISMO LEGISLATIVO, 22 de marzo de 2022, disponible en https://comunicacionsocial.diputados.gob.mx/revista/index.php/a-profundidad/96-de-mexicanos-no-tiene-armas-de-fuego-ni-les-gusta-la-violenci La progresividad de los derechos humanos en la vida cotidiana: la aplicación de la prueba PISA8/30/2024 Hay dos muy importantes principios que rigen la interpretación de los derechos humanos y que, con mucha frecuencia, son entendidos equivocadamente en su alcance y concepto, a pesar de que su empleo es necesario para la solución de innumerables asuntos. Se trata de la progresividad y la no regresividad en la aplicación de las normas sobre derechos fundamentales, que se han analizado previamente en diversos trabajos del Centro de Ética Judicial[1].
Como advertencia general, es necesario subrayar que los principios mencionados son diferentes entre sí, y por ello no deben considerarse sinónimos. Resumidamente, puede decirse que mientras el principio de progresividad se refiere a la obligación de siempre lograr la mayor protección de los derechos, el de no regresividad implica la prohibición de disminuir la tutela de un derecho en el tiempo, esto es, impedir que el derecho en cuestión quede regulado con las restricciones materiales de una época anterior. Los comentarios anteriores deben llevar a una conclusión parcial muy importante: la progresividad y la no regresividad de los derechos humanos no conllevan la posibilidad de “crear” o “inventar” derechos humanos, sino únicamente la consecuencia de que los derechos se hagan efectivos en la práctica con cada vez mayor alcance y rigor. De tal forma, se puede mencionar, por ejemplo, que ante un derecho como la educación, los tribunales deberán asumir el deber de garantizar su protección sin permitir que ésta se retrotraiga. Precisamente, este blog tiene la finalidad de evidenciar cómo puede aplicarse este principio al ejercicio del derecho a la educación de calidad, que resulta controvertido, entre otras cosas, por el modo de concebirse y regularse en el tiempo[2], así como por la acusación de que el Poder Judicial ha tenido, supuestamente, un papel reducido en su consolidación y tutela[3], aunque haya casos que evidencian lo contrario[4]. Al respecto, y como ilustración del dinámico involucramiento de este Poder en la conformación de del derecho en cita a partir del principio de progresividad, se puede traer a colación una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación[5] que ordenó al Poder Ejecutivo la aplicación de la prueba PISA en 2025. Este paradigmático fallo tiene como consecuencia directa que, mediante la presentación de dicho examen, se verifique y demuestre la calidad de la enseñanza de los estudiantes de quince años de edad[6], y es evidencia de que las decisiones judiciales inciden verdaderamente en la vida cotidiana de toda la sociedad mexicana. En concreto, y tomando como referente la determinación mencionada arriba, puede hacerse un ejercicio de reflexión sobre la importancia del trabajo de la Justicia en el caso aludido: ¿qué pasaría si no se hubiese ordenado la aplicación de esa prueba? Incluso, podría irse más lejos para resaltar que la labor de ese órgano tiene trascendencia no sólo en el presente, sino el futuro inmediato y lejano del país, considerando que la evaluación PISA lleva a conocer el nivel educativo y, de esa forma, a tomar las medidas necesarias para mejorarlo y asegurar su avance sin retrocesos. Este asunto es un grato ejemplo de cómo los conceptos teóricos se llevan a la práctica para contribuir al perfeccionamiento gradual de la vida social. Además, ilustra el compromiso que el Poder Judicial ha tenido con el goce efectivo de los derechos humanos y, de fondo, con el mejoramiento de la educación, pues aplicó el principio de progresividad para garantizar el disfrute de ese derecho buscando aumentar la calidad con que se presta. Lo anterior lleva a ser tajantes: la actividad del Poder Judicial de la Federación en este asunto ha sido contundente para demostrar que la educación pública debe prestarse con mayor calidad. Eso conduce a reflexionar sobre la importancia que tiene aplicar correctamente el principio de progresividad sin malinterpretarlo y sin aprovecharlo como justificación para “crear” derechos. [1] Se recomienda consultar las siguientes publicaciones del Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/interpretacion-del-principio-de-progresividad-de-los-derechos-humanos y https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_8._principio_progresividad_.pdf [2] Barba Casillas, José Bonifacio, “La construcción del derecho a la educación en México”, Perfiles Educativos, vol. XLI, núm. 166, 2019, pp. 168-176. [3] Esa es una opinión que se tenía en 2015, como puede leerse en: https://educacion.nexos.com.mx/el-todavia-reducido-papel-del-poder-judicial-federal-en-la-definicion-de-politica-educativa-en-mexico/ [4] Sobre el derecho a la educación se sugiere la lectura del blog Una reflexión sobre la labor del Poder Judicial en el Día de la Educación, en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/una-reflexion-sobre-la-labor-del-poder-judicial-en-el-dia-de-la-educacion [5] Véanse: https://animalpolitico.com/sociedad/poder-judicial-sep-prueba-pisa-2025-mexico y https://mvsnoticias.com/nacional/2024/6/6/poder-judicial-ordena-garantizar-la-prueba-pisa-en-mexico-en-2025-642732.html [6] Esta prueba, cuyo nombre oficial es Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes, por sus siglas en inglés, parte de la coordinación con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y mide las habilidades y conocimientos de los estudiantes de quince años en materia de Lectura, Ciencias y Matemáticas. Para conocer mejor esta prueba, se recomienda consultar el sitio respectivo en: https://www.inee.edu.mx/evaluaciones/pisa/, así como la página https://www.inee.edu.mx/evaluaciones/pisa/para-saber-mas-de-pisa/, vínculos que remiten al archivo histórico del otrora Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación. La libertad religiosa constituye un derecho humano cuyo núcleo es de difícil regulación. La inadecuada delimitación de esa forma de libertad puede originar numerosos aprietos al Estado que la realice y, desde luego, provocará la violación de un valor jurídico fundamental para la consecución del bien común.
La libertad religiosa -o de culto, como también suele denominársele- implica la posibilidad de asumir la existencia de un ser supremo y un sistema de creencias[1]. Asimismo, incluye la posibilidad de manifestar en público o en privado la posición asumida por una persona frente a esa realidad. Desde luego, a nivel institucional también contiene la facultad de organizarse en grupos cuyos integrantes posean las mismas creencias, o bien, intereses espirituales que tengan como esencia el ejercicio de una determinada fe[2]. Como cualquier otro derecho, el aquí comentado tiene que realizarse permitiendo la consecución de otros bienes jurídicos, que pueden ser derechos humanos o principios constitucionales que protegen intereses públicos. Hablando de la libertad de culto, puede mencionarse, por ejemplo, el deber que tiene el Estado de mantener la laicidad a nivel público, sin promover o imponer una determinada creencia o práctica espiritual, fe o religión, ni la obligación de abandonar alguna de ellas –pues tales extremos implicarían la violación de este derecho[3]–. Del párrafo anterior puede desprenderse que el ejercicio del derecho humano a la libertad religiosa debe analizarse a la luz de otros, como la privacidad, y también que debe contrastarse con el cumplimiento de objetivos o bienes constitucionales, como el principio del Estado laico. De esa forma es visible que los derechos humanos se interrelacionan y se ejercen armónicamente, en función de lo que se establece en la ley, la Constitución y los tratados internacionales, y con base en lo que decida el Poder Judicial. Con ese contexto a la vista, conviene comentar a modo de ilustración un asunto recientemente resuelto por un Tribunal Colegiado de Circuito que, en síntesis, confirmó la sentencia de amparo dictada por un Juzgado contra una resolución del Instituto Nacional de Acceso a la Información (en lo sucesivo INAI) en la que se exigía modificar un documento eclesiástico correspondiente a un hombre que se comenzó a autoidentificar como mujer. Ambos órganos judiciales argumentaron que la actuación del INAI resultó inconstitucional pues transgredió la libertad religiosa de las autoridades eclesiásticas a las que se les había ordenado la modificación del nombre de la persona en el documento en cuestión. Además, en el fallo se hizo hincapié en que la aplicación de la ley en materia de protección de datos reveló que las normas omitían proteger la libertad de culto y la autonomía de las organizaciones religiosas, dando una preferencia indebida a la posibilidad de modificar los datos personales a petición del interesado. En ese mismo orden de ideas, el Tribunal Colegiado de Circuito expresó que la actuación del INAI conllevaba la violación del principio constitucional de separación entre la Iglesia y el Estado, es decir, que además de violarse un derecho humano se habría provocado la transgresión a un bien constitucionalmente reconocido. Notoriamente, el trabajo llevado a cabo por el Poder Judicial en este caso deja ver que la articulación de los diferentes órganos constitucionales resulta necesaria para la adecuada protección de los derechos humanos y los principios constitucionales. Al respecto, es necesario mencionar que, incluso con la negativa de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a ejercer la facultad de atracción, el asunto se resolvió en aras de proteger un derecho humano tan importante como la libertad religiosa, y demostró que la organización de las competencias en materia de amparo en México son funcionales como se encuentran sistematizadas en la actualidad. Este asunto trae a colación dos reflexiones, al menos, sobre el derecho a la libertad religiosa. La primera de ellas se refiere a la necesidad de que los tribunales garanticen que esa libertad se respete tanto a nivel individual como colectivo, mediante sentencias que caso por caso revisen el alcance del citado derecho. La segunda de ellas es que se busque la efectiva armonía entre los diversos derechos humanos y los principios constitucionales, sin afirmar la existencia de un conflicto entre ellos[4]. Resolver correctamente esas cuestiones implicará que el Poder Judicial cumpla con éxito la obligación de proteger la Constitución en materia de libertad religiosa, impidiendo que los intereses particulares o públicos se impongan por capricho o arbitrariedad. [1] Para saber más sobre este tema, se recomienda consultar la cápsula del Centro de Ética Judicial en el siguiente sitio: https://www.youtube.com/watch?v=pq60_5R5oe4&t=50s [2] https://www.corteidh.or.cr/tablas/r31648.pdf [3] Cf. Saldaña Serrano, Javier, El derecho fundamental de libertad religiosa en el México de hoy (una visión crítica), IIJ-UNAM, México, 20202, pág. 18, disponible en https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/13/6031/11a.pdf [4] Asumir que entre los derechos humanos existen conflictos implica tomar una postura jurídica y filosófica contraria a la consideración de armonizar las relaciones humanas. Al respecto, se sugiere consultar el ensayo, publicado por el Centro de Ética Judicial Los conflictos entre derechos humanos: una aproximación al problema, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_12._ensayo_conflictivismo_vf.pdf. La protección de los derechos humanos a nivel internacional puede sintetizarse del modo siguiente: una persona o un grupo de ellas pueden acudir a los órganos judiciales nacionales para reclamar la tutela de su esfera jurídica cuando consideran que ésta ha sido transgredida por alguna autoridad. Posteriormente, una vez que los tribunales han decidido de manera definitiva, si las partes se encuentran insatisfechas con la sentencia pueden solicitar la intervención de alguna corte internacional que determinará la existencia de alguna violación de los derechos humanos.
Pues bien, el itinerario descrito arriba fue el que se siguió en el asunto Gutiérrez Navas y otros contra Honduras, resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a finales de 2023. Ese caso tuvo como origen la destitución en 2012 de José Antonio Gutiérrez Navas, José Francisco Ruiz Gaekel, Gustavo Enrique Bustillo Palma y Rosalinda Cruz Sequeira, magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Honduras. Los hechos respectivos pueden resumirse en que la Sala Constitucional de Honduras dictó varias sentencias que determinaron la inconstitucionalidad de diversos actos de autoridad; ante ello, el presidente de ese país solicitó al Congreso que investigara a los magistrados involucrados y, como resultaba previsible, estos fueron removidos de su cargo tras un procedimiento que duró solamente dos días. Como puede intuirse, en Gutiérrez Navas y otros contra Honduras se analizó, en suma, la convencionalidad de la remoción de los mencionados jueces sin haberles dado oportunidad para defenderse adecuadamente y sin atención a la inamovilidad judicial, una garantía de estabilidad[1] y autonomía en la labor de las autoridades de dicho Poder[2]. Este caso implicó pues, a grandes rasgos, efectuar un contraste entre la acción del Estado y lo prescrito por la Convención Americana de Derechos Humanos. En el fallo de la Corte Interamericana se resolvió, como no podría ser de otra forma, que la destitución de los magistrados se hizo contra los tratados internacionales, porque les privó de su empleo, sin ser escuchados en juicio, y, lo más grave, porque provocó la transgresión de la independencia judicial, expresamente ordenada por la Convención Americana de Derechos Humanos, que prevé también los derechos al trabajo y a la tutela judicial efectiva. Hasta aquí puede verse un recordatorio claro: es una obligación de los Estados respetar la inamovilidad judicial para cumplir los derechos humanos, no sólo de las propias autoridades jurisdiccionales sino de todas las personas que acuden a los tribunales. Al respecto, hay que reconocer que la inamovilidad no puede ser considerada un derecho absoluto, sin embargo, debe subrayarse que la violación de dicha garantía conllevaría la indebida injerencia de otros poderes en el Judicial. Por todo lo anterior, además de que debe protegerse la independencia judicial a través de la correspondiente inamovilidad[3], conviene que el Poder Judicial sea supervisado desde dentro, mediante consejos de la judicatura, consejos de la magistratura o consejos generales[4] que se integren institucionalmente –y no democráticamente[5]–, para establecer contrapesos con base en ciertos principios básicos de protección de la labor judicial[6]. Eso significa, a mayor abundamiento, que la supresión de dicha clase de órganos en cuestión implicaría, indefectiblemente, una violación al derecho internacional público. En consecuencia, a partir de este texto deben surgir con urgencia dos reflexiones importantes: una se refiere a qué modelo de integración debe elegirse para que el Poder Judicial funcione saludablemente, mientras que la otra es qué comportamiento se espera y desea de las autoridades no jurisdiccionales para que los tribunales actúen con autonomía y, de tal forma, los Estados eviten ser acusados a nivel internacional por la violación de derechos humanos. [1] “La Corte considera que cualquier demérito o regresividad en las garantías de independencia, estabilidad e inamovilidad de los jueces es inconvencional en cuanto su efecto se puede traducir en un impacto sistémico igualmente regresivo sobre el Estado de Derecho, las garantías institucionales y el ejercicio de los derechos fundamentales en general. La protección de la independencia judicial adquiere una relevancia especial en el contexto mundial y regional actual de erosión de la democracia, en donde se utilizan los poderes formales para promover valores antidemocráticos, vaciando de contenido las instituciones y dejando solo su mera apariencia”. CorIDH, caso Gutiérrez Navas y otros contra Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 29 de noviembre de 2023, párr. 107. [2] Caso Aguinaga Aillón Vs. Ecuador. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 30 de enero de 2023, párr. 71 [3] En México, la inamovilidad de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, magistrados y jueces, y consejeros de la judicatura federal se prevé, en los artículos 94 penúltimo párrafo, 97 y 100 sexto párrafo, respectivamente. [4] Es conveniente consultar el blog Garantizar la autonomía de los consejos de la judicatura para proteger el trabajo jurisdiccional, del Centro de Ética Judicial. [5] Al respecto, se recomienda leer el blog ¿Votar por los jueces? publicado por el Centro de Ética Judicial. [6] https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/basic-principles-independence-judiciary El “derecho a fluir” del río Marañón y el status jurídico de la naturaleza en una sentencia5/20/2024 Una de las realidades más evidentes para la teoría y la práctica de la Ciencia Jurídica es que solamente los seres humanos y las personas morales pueden ser titulares de derechos y obligaciones. En efecto, hasta hace no muchos años se aceptaba, sin mayor dificultad, que lo único posible era que dichas personas pudieran gozar de derechos y cumplir obligaciones.
Al margen de ese contexto de regularidad jurídica, han existido desde hace muchos años diversas doctrinas, tanto dentro como fuera del Derecho, que han pretendido que se otorgue o se reconozca la posibilidad de disfrutar derechos a los animales, es decir, convertirlos en sujetos de derecho para que dejen de ser objetos de éste. Tal fenómeno se ha visto extendido en décadas recientes a entes que, incluso, ni siquiera poseen vida animal, esto es, que se tratan de objetos inertes, sin vida orgánica, y que a veces carecen de vida vegetal, lo que ha llevado a que no solamente se otorguen derechos a animales y plantas, sino a la tierra y al agua. Aunque esta forma de asumir el derecho resulte inverosímil a la luz de muchas de las perspectivas menos sospechosas del conservadurismo jurídico, la realidad es que se trata de una postura que ha tenido cabida en la práctica jurídica del siglo XXI. Así pues, las últimas dos décadas se han convertido en un terreno fértil para que, en algunos países, diversas teorías como las descritas surtan efectos prácticos, nada más y nada menos que en el terreno judicial. Un ejemplo concreto de lo descrito arriba es la sentencia dictada por un juzgado mixto en Nauta, Perú, en la que se declaró al río Marañón titular del “derecho a fluir”, a solicitud de una comunidad indígena, dado el valor espiritual que tiene ese cuerpo de agua, especialmente para el pueblo indígena Kukama[1]. En esa resolución, el juez determinó que el Estado debe proteger legalmente al río[2] y, encima, ordenó el reconocimiento y nombramiento del Ministerio del Medio Ambiente, Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego, la Autoridad Nacional del Agua, el Gobierno Regional de Loreto y las organizaciones indígenas como guardianes, defensoras y representantes del río Marañón y sus afluentes[3]. Una sentencia como esa deja ver algunos aspectos inquietantes sobre la consideración actual del ser humano y su condición antropológica. Incluso trasluce ciertas anomalías en la autopercepción de los seres humanos con respecto a los demás entes que, al transformarse en sujetos de derechos, terminan siendo igualados frente a aquéllos. Para resolver este problema es necesario recordar que solamente los humanos –o las organizaciones conformadas por esa clase de entes–, podemos ser sujetos de derechos, pues somos los únicos con vida animal e intelectual capaces de conocernos a nosotros mismos y hacer las cosas con una voluntad efectiva. Esas características son ajenas a cualquier animal no humano y, lógicamente, a entes que ni siquiera tienen alguna forma de vida. Lo dicho en el párrafo anterior es base entonces para cuestionar que a los entes no humanos –ni conformados por humanos, como las personas morales– se les pueda atribuir derechos y obligaciones. Si bien es cierto que a través de la ley se pueden asignar derechos a quien sea y a lo que sea, la realidad es que la atribución de un status jurídico a un río, como lo hace el fallo mencionado, implica asumir una postura altamente ideologizada, pues detrás de este existe una teoría subyacente, que revela que esas propuestas no surgen de forma espontánea, sino que derivan de tendencias como el ecologismo[4] y corrientes filosóficas como las teorías críticas[5] que, ante la crisis del humanismo clásico, han encontrado un modo para cristalizarse. En un entorno como ese, el reto para el Poder Judicial radica en reflexionar cómo debe actuar frente a los problemas de la autopercepción humana, y evitar caer en el error de emitir resoluciones ideologizadas con el único fin, a veces, de parecer innovador. [1] Inciso 3.1 de la sentencia del Juzgado Mixto-Nauta 00010-2022-0-1901-JM-CI-01, que puede consultarse en https://www.documentcloud.org/documents/24490337-sentencia-1ra-instancia-resol-ndeg-14-exp-00010-2022-0-1901-jm-ci-01-consolidado-00157-2024 [2] Idem [3] Inciso 3.3 de la sentencia citada. [4] Andreu Gálvez, Manuel y Brown González, “Leonardo, Preámbulo a las ideologías de la naturaleza”, en Andreu Gálvez, Manuel y Brown González, Los riesgos del pensamiento: introducción al mundo de las ideologías contemporáneas, EUNSA, Pamplona, 2022, pág. 169. [5] Véase: Ghiretti, Carlos, Pervivencia, mutación, impregnación. Análisis crítico del concepto de ideología de Carlos Ignacio Massini Correas, Fundación Elías de Tejada, pp. 65 a 89. Garantizar la autonomía de los consejos de la judicatura para proteger el trabajo jurisdiccional4/30/2024 La evolución vivida por el trabajo judicial entre la segunda mitad del siglo XX y la actualidad está marcada por la revigorización de su actividad, producto del aumento de la confianza que la sociedad ha puesto en el respectivo Poder. Así pues, resulta natural que haya surgido una proporcional necesidad de profesionalizar y vigilar las labores de los órganos judiciales no sólo en el plano propiamente jurisdiccional, sino también en el administrativo.
La respuesta a esa necesidad se ha dado en la creación de consejos de las magistraturas, consejos generales del Poder Judicial o consejos de las judicaturas, cuyas facultades en común son, entre otras, administrar los recursos de esa rama estatal, organizar el nombramiento y controlar el cumplimiento de las obligaciones de los respectivos servidores públicos, así como la delicada tarea de imponer sanciones por la vía administrativa a los funcionarios que actúen contra las normas reguladoras respectivas. Las ideas precedentes evidencian una realidad incuestionable: la existencia de los mencionados órganos resulta indispensable dentro del Estado, pues tienen a su cargo una alta responsabilidad que sería inconveniente dejar en otras manos[1]. Además, hay que reparar que, aun cuando por su propia naturaleza se encuentran impedidos para involucrarse en el fondo de los asuntos resueltos por los órganos jurisdiccionales, es necesario que se vigile desde la esfera administrativa la correcta operación de este Poder. Ahora bien, hablando del caso mexicano, hay que mencionar que el artículo 94 de la Constitución prevé la existencia de un Consejo de la Judicatura Federal[2] –cuyo encargo es, en síntesis, organizar el número y la competencia territorial de los Tribunales Colegiados de Circuito, Tribunales Colegiados de Apelación y Juzgados de Distrito–, mientras que en el artículo 100 constitucional se regulan la integración y funcionamiento de ese órgano[3]. Por todo lo que se ha comentado hasta aquí, puede intuirse fácilmente que los integrantes de los consejos de las magistraturas deben poseer trayectorias profesionales de alto prestigio y, además, ser personas revestidas de una notoria autoridad moral. Eso implica que quienes se nominen como sus integrantes, más allá de meramente reunir los requisitos de elegibilidad previstos en la Constitución y en la ley, deben poseer un perfil que conjugue el conocimiento comprobable del Derecho con una trayectoria intachable en sentido ético. Por lo anterior, se puede advertir que para alcanzar la autonomía y el buen funcionamiento del Consejo de la Judicatura Federal es necesario que éste se componga por personas con perfiles idóneos, y también que el modelo de integración institucional resulte adecuado, es decir, el correcto diseño constitucional para el nombramiento de los consejeros es fundamental para asegurar que estos posean, efectivamente, independencia en la realización de sus labores. Así pues, hay que considerar que, a nivel federal, el artículo 100 de la Constitución prevé que los consejeros en cita serán nombrados por integrantes de los tres Poderes de la Unión. Si bien es cierto que dicha disposición podría considerarse como una herramienta para equilibrar el ejercicio del poder público, también lo es que dicho modo de designación que debería revisarse de cara a cuestionar qué tan apropiado resulta que dentro del órgano que controla administrativamente al Poder Judicial existan personas nombradas por el Ejecutivo y el Senado de la República. Y eso es simplemente un análisis de lo que existe a nivel federal, pero también tendría que examinarse concienzudamente lo que ocurre en el ámbito estatal, labor que, por desgracia, es demasiado amplia para hacerse en este blog. En suma, estos párrafos deben llevar a reflexionar si el diseño de integración actual de los consejos de la judicatura –tanto el federal como los locales–, ayuda a lograr la independencia judicial o, al revés, constituye un peligroso sistema que puede causar la sujeción de la jurisdicción a la política que, naturalmente, se vuelve más notorio en un escenario donde exista una reducida representación de la oposición frente al oficialismo. [1] Hay otros modelos de supervisión del Poder Judicial, como los que hacen recaer esa función en órganos pertenecientes al Ejecutivo o en los órganos de más alta jerarquía judicial, lo que provoca una merma en la efectividad de la labor de supervisión administrativa, o bien, una limitación en la independencia judicial. [2] Se recomienda enfáticamente la consulta del sexto párrafo del artículo 94 constitucional. [3] Por su extensión, es resulta inconveniente transcribir aquí el precepto referido, pero su lectura se considera indispensable. El acceso al consumo de agua potable es una de las necesidades básicas del ser humano, y forma parte de las condiciones fundamentales para conservar la vida y la salud[1]. Esa es una realidad tan innegable que, incluso, se ha llegado a determinar la existencia de un pretendido “derecho al agua” y, como se reflexionará en este blog, puede adelantarse que el Poder Judicial posee en esta materia, como en cualquiera otra, un papel preponderante al definir el alcance de los derechos. De tal modo, para estar en condiciones de hablar sobre el “derecho al agua”, es necesario que a continuación se hagan diversas precisiones.
El primero de los factores que se deben mencionar es que la Constitución prevé, efectivamente, la regulación del “derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”[2]. Como puede notarse, la enunciación de tal derecho es sumamente amplia, por lo que, prácticamente, toma la forma de un principio. Eso naturalmente da pie a que su conformación final dependa, invariablemente, de lo que se concrete mediante las leyes ordinarias, o bien, de lo que se resuelva en un órgano jurisdiccional, por tratarse de una prerrogativa altamente prestacional. El segundo de esos puntos relevantes radica en la necesidad de precisar que el agua, por sí misma, no es un derecho. De igual forma, y en congruencia con lo anterior, afirmar la existencia del “derecho al agua” es desacertado, pues implica considerar que se puede tener derecho a un bien por sí mismo, y lo cierto es que a lo que se tiene derecho es a una conducta, y no a aquello sobre lo que recae ésta. Por tanto, lo que constituye la prerrogativa es el acceso al agua, mas no el agua por sí misma. Y, en tercer lugar, para hacer esta reflexión de cara a la realidad, conviene traer a colación una noticia de actualidad, que da cuenta de las oportunidades que tiene el Poder Judicial para hacer efectivo el goce de los derechos humanos relativos previstos en la Constitución. Veamos, en el siguiente párrafo, un caso real. Recientemente, en la zona metropolitana de la Ciudad de México y las áreas que dependen del sistema Cutzamala, el almacenamiento, cuidado, transporte y consumo del agua entraron en una crisis, como lo confirman la sociedad, las autoridades federales y locales[3]. Las razones que causaron estas preocupantes dificultades son múltiples y de orden altamente técnico, por lo que su discusión rebasa a este blog, sin embargo, es factible proponer algunas soluciones desde el derecho, y a partir de una –o varias– sentencias. Entonces, para hablar concretamente, ¿cuál es la relación que tiene con el problema expuesto el trabajo del Poder Judicial? Como se ha adelantado arriba, dado que la Justicia tiene en sus manos la interpretación de normas que conducen la acción de los órganos estatales facultados para gestionar los servicios de agua potable. En efecto, el Poder Judicial, como lo ha hecho en varios casos[4], podría hacer operativas las normas relativas al agua, y ordenar, a través de sus resoluciones, el diseño de políticas públicas para la explotación, transporte, captación, almacenamiento y consumo del agua. Además, muy específicamente, tiene la atribución de obligar a los órganos administrativos a implementar y ejecutar obras públicas que permitan mejorar el goce de los derechos plasmados en el texto constitucional[5]. Así pues, la reflexión que corresponde hacer aquí es múltiple. Una implica examinar en qué consiste y hasta dónde llega el llamado “derecho al agua”. Otra se refiere a cuál es la labor que la sociedad espera del Poder Judicial y la que efectivamente éste puede ejercer en la materia. Y, finalmente, también es válido cuestionar cuánto sería legítimo que demorara una sentencia que, en palabras simples, cambiaría la vida a millones de personas –si es que el resto de autoridades no ejercen antes cabalmente las funciones que tienen a su cargo para hacer operante el derecho aquí comentado–. [1] La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, declaró el 22 de marzo de cada año como el Día Mundial del Agua, que se celebra desde 1993 con la finalidad de dar a conocer la importancia de dicho recurso natural. [2] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 4. (…) Toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. El Estado garantizará este derecho y la ley definirá las bases, apoyos y modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos, estableciendo la participación de la Federación, las entidades federativas y los municipios, así como la participación de la ciudadanía para la consecución de dichos fines. (…) [3] Guzmán, Alejandro, ¿Se acaba el agua en Ciudad de México? Esto dicen los expertos, EL PAÍS, 15 de febrero de 2024, https://elpais.com/mexico/2024-02-15/se-acaba-el-agua-en-ciudad-de-mexico-esto-dicen-los-expertos.html [4] Véanse los siguientes criterios al respecto. DEMANDA DE AMPARO INDIRECTO. PUEDE PRESENTARSE EN CUALQUIER TIEMPO CONTRA LA SUSPENSIÓN DEL SUMINISTRO DE AGUA PARA FINES AGRÍCOLAS DE SUBSISTENCIA, AL CONSTITUIR UNA VIOLACIÓN DIRECTA, PERMANENTE Y CONTINUA AL DERECHO HUMANO DE ACCESO AL AGUA. [TA]; II.4o.A.2 A, 11a. Época; T.C.C.; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo VII; Pág. 6747. DERECHO HUMANO AL AGUA. LAS GARANTÍAS DE LA ACCESIBILIDAD SON: FÍSICA, ECONÓMICA, NO DISCRIMINACIÓN Y ACCESO A LA INFORMACIÓN. J]; 1a./J. 83/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 356. DERECHO HUMANO AL AGUA. LA DISPONIBILIDAD, CALIDAD Y ACCESIBILIDAD SON GARANTÍAS PARA SU PROTECCIÓN. [J]; 1a./J. 81/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3566. DERECHO HUMANO AL AGUA. ESTÁNDAR DE PROTECCIÓN DEL. [J]; 1a./J. 82/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3565. DERECHO HUMANO AL AGUA. CONTENIDO Y ALCANCE DE LAS OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO MEXICANO EN MATERIA DE ESTE DERECHO. [J]; 1a./J. 78/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3562 [5] En específico, esos fallos podrían ordenar edificar plantas desalinizadoras, más presas y drenajes diferenciados para aguas de tormenta y de desechos. Existe una amplia diversidad de preguntas que permanentemente han acompañado a la teoría constitucional. Dos de esos interrogantes se refieren a la posibilidad de revisar la “constitucionalidad de las normas constitucionales” y a la procedencia de controlar la regularidad material de las reformas de ese documento jurídico-político. Probablemente, esas cuestiones nunca podrán ser respondidas con suficiencia argumentativa para satisfacer las inquietudes que existen al respecto, sin embargo, vale la pena reflexionar sobre ellas porque al Poder Judicial ya se le ha planteado dicha problemática y porque, tarde o temprano, se verá en la necesidad de calificar la legitimidad no solamente formal sino material de una modificación constitucional.
Así pues, en México, durante varios años, se ha debatido precisamente sobre la solución a los problemas apuntados arriba y, en específico, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante SCJN) se ha pronunciado sobre la dificultad de que el fondo o aspecto material de una reforma constitucional sea calificada a través de un juicio de amparo. En efecto, el criterio que rige hasta el momento y que constituye jurisprudencia es el establecido por la Segunda Sala de la SCJN, y que tiene como origen la impugnación del contenido de una reforma a los artículos 75 y 127 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, mediante un juicio de amparo indirecto. En ese caso concreto, la elección de la vía procesal mencionada provocó el desechamiento de la demanda respectiva por haber actualizado de manera manifiesta e indudable la causal de improcedencia prevista en el artículo 61, fracción I, de la Ley de Amparo[1], es decir, que se inició para controvertir el contenido de una modificación a la Constitución.[2] Aunque ese es el criterio prevaleciente, vale la pena volver al fundamento de la cuestión y formular las siguientes preguntas: ¿Acaso no es necesario o conveniente que exista la posibilidad de revisar el fondo de las reformas constitucionales? ¿Debería poder sujetarse al control judicial el contenido de una reforma de esa categoría? ¿Cuál es el razonamiento que subyace al dogma que impide revisar el fondo de estas reformas en México? La Constitución es reformada por el Poder Constituyente Permanente, un órgano que posee el encargo de representar al pueblo. Ante esa realidad, que hasta cierto punto supone la infalibilidad de la actividad reformadora, ¿realmente puede tomarse como legítima cualquier propuesta que supere el proceso previsto en el artículo 135 de la Carta Magna[3]? Con base en ese problema, parecería necesario revisar el aspecto material de la reforma, pues si ésta resultara contraria a los derechos humanos, al buen funcionamiento institucional del Estado o, simplemente, al sentido común, sería fundamental que algún órgano pudiera detener el “desenfreno” o el error de dicha acción modificadora. De tal forma, puede advertirse que la competencia del Constituyente Permanente tiene un límite que debería poder ser vigilado por alguien –notoriamente, es la cabeza del Poder Judicial–. Ante esa conclusión parcial, surge aparejada, como era de esperarse, una objeción: la declaración de validez del trabajo soberano[4] del órgano reformador quedaría en manos de una minoría que, por su propia naturaleza, no es un representante popular. ¿Qué hacer entonces? Llegado este punto debe repararse en que una reforma desatinada no puede considerarse legítima simplemente porque haya superado el proceso formal ni porque sea producto de la actividad soberana del Constituyente Permanente. Por eso, el Poder Judicial debe ejercer un control real y pleno para revisar esos cambios, pues su trabajo constituye una garantía contramayoritaria que, precisamente, tiene la finalidad de salvaguardar a la Constitución de las malas ideas que, en ocasiones, pueden tener quienes integran al Poder Reformador. En síntesis, conviene reflexionar si debería dejar de creerse en la inimpugnabilidad del fondo de las reformas constitucionales, así como en la imposibilidad de efectuar el control jurisdiccional[5] a los actos del Constituyente Permanente. Es claro que el Poder Judicial tiene en esta materia, como en muchas otras, un trabajo profundo de reflexión teórica, pero también de ejecución práctica. [1] IMPROCEDENCIA DEL JUICIO DE AMPARO. SE ACTUALIZA LA CAUSA MANIFIESTA E INDUDABLE PREVISTA EN EL ARTÍCULO 61, FRACCIÓN I, DE LA LEY DE AMPARO, CUANDO SE IMPUGNA ALGUNA ADICIÓN O REFORMA A LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS –RESPECTO A SU CONTENIDO MATERIAL–, LO QUE DA LUGAR A DESECHAR DE PLANO LA DEMANDA DE AMPARO DESDE EL AUTO INICIAL. Tesis [J.]: 2ª. 2/2022, Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo II, febrero de 2022, pág. 1654. Reg. Digital. 2024180. [2] Ley de Amparo, reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 61. El juicio de amparo es improcedente:
Artículo 135 La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados y de la Ciudad de México. [4] Sobre la soberanía y la competencia de ese órgano véase: Tena Ramírez, Felipe, Derecho Constitucional Mexicano, 38ª. Edición, México, Porrúa, 2006. [5] Se recomienda la lectura del ensayo Control Jurisdiccional de las Reformas Constitucionales, del Centro de Ética Judicial, disponible en https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/control_jurisdiccional_de_las_reformas_constitucionales.pdf La educación es fundamental para el logro de la paz y el descubrimiento de la verdad, así como para el perfeccionamiento de los seres humanos. Por ello, se requiere que a todos los niveles, desde el plano internacional hasta el más irreductible dentro de cada Estado, se promueva el acceso universal a servicios educativos dotados de los insumos y especialistas suficientes para que logren formarse e instruirse, pero también para que a nivel general se reduzcan las desigualdades, se consoliden los avances económicos, se fortalezca a la sociedad civil y se alcance el goce de otros derechos que son, como la educación, interdependientes.
En efecto, la educación permite que el ser humano adquiera conocimientos que le faciliten desarrollar todas sus facultades, y se encuentra definida como un derecho humano en el artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, así como en diversos tratados internacionales[1]. Su regulación se ha efectuado a modo de derecho social y progresivo –como ya se ha estudiado en otros contenidos del Centro de Ética Judicial[2]–, lo cual implica que los Estados tienen que desarrollar, conforme sus necesidades y posibilidades, el acceso gradual y progresivo de las personas a ese derecho, ajustando razonablemente las características de esa prestación a lo requerido individualmente. En otras palabras, las autoridades nacionales deben ejercer acciones concretas para lograr el goce efectivo del derecho a la educación en condiciones de igualdad[3], sin embargo, pueden hacerlo en función de los recursos que tengan disponibles. Por ese motivo, entre muchos otros, el Poder Judicial constituye un garante irreemplazable de la regularidad del ejercicio de los derechos humanos, dado que sus atribuciones permiten exigir que cualquier otro órgano estatal actúe ordenándose al régimen convencional, constitucional y legal. Un ejemplo actual que confirma la influencia ejercida por este Poder en el goce del derecho a la educación es la emisión de un criterio que reconoció su estructura compleja y que, incluso la declaró, un derecho humano a cargo de particulares[4]. Así lo resolvió un Tribunal Colegiado en un juicio de amparo indirecto iniciado contra la negativa de una escuela primaria privada a inscribir dos menores al siguiente ciclo escolar, en el sentido de que cuando los particulares incumplen el deber de impartir la educación, no solamente estos incurre en responsabilidad indirecta, “sino también el Estado, al ser sustituido por el permisionario o concesionario de la escuela privada, pues la negativa de acceso a la educación constituye un ataque directo” al artículo 3 constitucional. Otra muestra del protagonismo judicial en esta materia es que se ha llegado a ordenar la suspensión provisional para incorporar oficialmente los estudios realizados por un menor en la modalidad de escuela en casa[5]. En ese caso específico, los padres de un menor iniciaron un juicio de amparo indirecto contra las autoridades educativas por omitir implementar procesos de certificación de la modalidad de escuela en casa, por lo que un Tribunal Colegiado concedió dicha medida cautelar para que se entregara al menor un temario del examen global de conocimientos para acreditar el primer año de primaria, fuera incorporado al sistema educativo oficial y recibiera la educación acorde a su edad que, por motivos ajenos a él, no había recibido. Así pues, resulta necesario reflexionar sobre cuál debe ser el alcance que deben tener las sentencias dictadas en el estudio de los casos que versen sobre este derecho. Es incuestionable que la Justicia tiene en sus manos la indeclinable labor de decidir sobre el goce de todos los derechos humanos, entre ellos la educación, pero lo que sí puede debatirse es qué límite deben tener sus resoluciones –o qué tanto pueden ordenar– para que sean justas, y no insuficientes o excesivas. [1] Como la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 26, el Protocolo de Buenos Aires –artículo X–, la Convención relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza –artículo 4–, la Convención sobre los Derechos del Niño –artículo 28– y el artículo 2 del Protocolo adicional al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales –adicional al Convenio Europeo de Derechos Humanos– . [2] Centro de Ética Judicial, El Derecho a la Educación en los Tratados Internacionales y su interpretación por los Tribunales Internacionales, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/el-derecho-a-la-educaci%C3%B3n-en-los-tratados-internacionales-y-su-interpretaci%C3%B3n-por-los-tribunales-internacionales.pdf [3] Centro de Ética Judicial, Caso Dupin vs. Francia. Un caso para la reflexión en torno al derecho a la educación, https://www.centroeticajudicial.org/blog/caso-dupin-vs-francia-un-caso-para-la-reflexion-en-torno-al-derecho-a-la-educacion [4] EDUCACIÓN. CONSTITUYE UN DERECHO HUMANO DE ESTRUCTURA JURÍDICA COMPLEJA, POR LO QUE NO SÓLO EL ESTADO MEXICANO DEBE GARANTIZAR SU SATISFACCIÓN, SINO TAMBIÉN LOS PARTICULARES A QUIENES SE LES AUTORIZA PARA IMPARTIRLA A TRAVÉS DE PERMISOS O CONCESIONES. Tesis [A.]: I XXIV.1o.3 CS, T.C.C., Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo IV, Febrero de 2023, p. 3491. [5] EDUCACIÓN DEL MENOR. ES UN DERECHO HUMANO INSOSLAYABLE QUE PERMITE CONCEDER LA SUSPENSIÓN PROVISIONAL PARA QUE PUEDA SER INCORPORADO AL SISTEMA EDUCATIVO DEL ESTADO. Tesis [A.]: IV.1o.A.19 A, T.C.C., Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo III, Diciembre de 2022, p. 2722. Uno de los conceptos de la modernidad más presentes en el discurso cotidiano es el de los derechos humanos. Su surgimiento es relativamente reciente y su significado, todos los días, se aplica de forma sesgada, lo que provoca la tergiversación de su contenido y la mala interpretación de las exigencias que implican. De tal forma, en este blog se cuestionará, teniendo como marco al Día de los Derechos Humanos, cuál es la efectiva vigencia que estos tienen en nuestro país.
Como se adelantó, los derechos humanos son frecuentemente mal entendidos. Por ello, conviene tener a la mano desde ahora una breve definición de estos: son los que resultan inherentes a todas las personas derivados de su propia naturaleza, por ser éstas intrínsecamente sociales, y que les permiten el libre desarrollo de su personalidad[1]. La anterior definición, que resume la naturaleza y finalidad de tales derechos, también permite desprender varias de sus características, como la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la interdependencia, que implican, respectivamente, la imposibilidad de enajenarlos o perderlos por el paso del tiempo y la necesidad de que se consideren una unidad. No obstante, más allá de su descripción teórica, lo que más importa sobre ellos es que se apliquen y disfruten correctamente en el plano práctico. Esa necesidad conlleva, al mismo tiempo, la dificultad de objetivar su medición, a causa de las naturales desviaciones personales y orgánicas ocurridas al emitirse opiniones sobre su ejercicio. En otras palabras, puede decirse que medir, calificar o estudiar el disfrute de los derechos humanos resulta poco posible o, en el mejor de los casos, una meta difícil de alcanzar plenamente. Pero, ¿y cómo está México en la tarea de lograr que se gocen los derechos humanos? Específicamente, la pregunta más concreta es si nuestro país está actuando con esfuerzos tangibles para cumplir las obligaciones generales en materia de derechos humanos[2]. Pues bien, para responder a esos interrogantes con frialdad, y con la expectativa de tener cierta objetividad, se puede acudir a estadísticas como las del Poder Judicial de la Federación o de otros órganos análogos en México, o a la métrica ofrecida en el Índice de Estado de Derecho en México[3]. En particular, este índice mide las perspectivas y percepciones que poseen especialistas y ciudadanos sobre el cumplimiento del Estado de derecho en un país determinado y, en el caso de nuestro país, constituye una herramienta para la toma de decisiones y de planeación en el gobierno federal y estatal[4]. A mayor abundamiento, y en lo que concierne al cumplimiento del respeto de los derechos fundamentales, el índice en cuestión trasluce la necesidad de llevar a cabo acciones que mejoren su efectivo disfrute en México[5]. El mencionado instrumento establece que de un puntaje que va de 0.1 a 1.00, siendo 1.00 el valor más alto, en nuestro país se ha alcanzado un puntaje de apenas 0.48 en la adhesión al Estado de derecho. Es importante comentar, de nuevo, que las métricas y muchos esfuerzos de objetivación sobre la eficacia de los derechos humanos ofrecen, más allá de su natural margen de error, una idea más o menos cercana sobre su consecución y ayudan a orientar las acciones estatales, empezando por las de los órganos jurisdiccionales. Por ello, es conveniente reflexionar sobre la labor que debe ejercer el Poder Judicial para que esos derechos alcancen su vigencia plena, pues resulta claro que su significado y alcance real solamente puede hallarse a partir de la resolución de los asuntos que se le plantean diariamente a los órganos jurisdiccionales y que, en definitiva, terminan repercutiendo en la conquista del Estado de derecho. De tal forma, puede adelantarse que para que tales prerrogativas recobren su verdadero contenido y eficacia, se requiere que la función del Poder Judicial se haga desde la independencia, la imparcialidad y, aunque parezca una obviedad, se efectúe asumiendo como meta última a la justicia. [1] Real Academia Española, Diccionario panhispánico del español jurídico, 2023, https://dpej.rae.es/dpej-lemas/derechos%20humanos [2] Proteger, respetar, promover y garantizar los derechos humanos. Se encuentran establecidas en el artículo 1 de la Constitución mexicana. [3] World Justice Project, Índice de Estado de Derecho en México 2022-2023, https://worldjusticeproject.mx/wp-content/uploads/2023/06/IEDMX-2022-2023_Digital.pdf [4] Ibidem, pág. 9, https://worldjusticeproject.mx/wp-content/uploads/2023/06/IEDMX-2022-2023_Digital.pdf [5] Muestra, de forma concreta, que el factor de percepción es de .48 de un 1.00. Ibidem, Promedio de las 32 entidades, Factor 4. Derechos fundamentales, https://index.worldjusticeproject.mx/factor/f4/MX00 En México, una persona es elegible para ser ministro cumpliendo los requisitos previstos en el artículo 95 de la Constitución[1]. El proceso de selección de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en lo sucesivo SCJN) se regula, primordialmente[2], en el artículo 96 constitucional[3].
Los aspectos formales de la elección de un ministro de la SCJN tienen fundamento, como puede intuirse, en la necesidad de hacer objetiva la integración de ese órgano jurisdiccional. No obstante, debe reflexionarse si hay más requisitos de elegibilidad que, sin encontrarse escritos, deberían formar parte del elenco de cualidades y aptitudes exigibles a quien ocupe un asiento del Máximo Tribunal mexicano. Así pues, y como se ha discutido en distintos trabajos del Centro de Ética Judicial[4], en este blog se busca llamar la atención sobre aquéllas características que debe reunir una persona para ejercer el cargo de ministro de la República, más allá del mero cumplimiento de las condiciones formales previstas en las normas que regulan su designación. En otras palabras, aquí se pretende enfatizar que incluso cuando una persona satisfaga las exigencias formales para serlo, podría resultar poco o nada idónea para ocupar ese alto cargo por no estar en posesión de un perfil positivo para tener ese empleo. Entonces, ¿quién puede ser ministro? La respuesta es que cualquiera que reúna los requisitos puestos en la Constitución, pero, ¿y quién debería ser ministro? Una respuesta rápida y sintética es que, quien ejerza ese cargo, debe gozar de autoridad en un sentido técnico, pero también ético. En otras palabras, debe tratarse de una buena persona que, además, tenga una competencia profesional probada. No obstante, es evidente que colmar la perfección resulta en un ideal humanamente inalcanzable, pero existen estándares internacionales en la materia que describen candidatos cercanos a esa meta irrealizable, como el previsto en el documento Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia. Hacia el fortalecimiento del acceso a la justicia y el estado de derecho en las Américas, elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que incluye diversas recomendaciones sobre las características que deberían reunir quienes integren altas cortes nacionales[5]. Así pues, resulta claro el contraste entre simplemente cumplir los requisitos de elegibilidad y poseer las cualidades técnicas y personales para ejercer el cargo de ministro. En ese sentido, quienes conformen las ternas respectivas deben ser elegidos por su trayectoria como juristas –que invariablemente requiere del paso del tiempo–, su autoridad –en el sentido más puro de la palabra, que hace alusión al saber socialmente reconocido– y, fundamentalmente, por la expectativa de independencia y autonomía que tengan en el futuro respecto de quienes participen en su designación. En adición a lo dicho arriba, también se intuye conveniente cuidar la procedencia y filiación de quienes aspiren a ser ministros de la República y, claramente, cuidar que su carrera se encuentre lejos de la política. Al respecto, resulta necesario también que exista un balance entre las trayectorias profesionales de los integrantes de la Corte, es decir, que unos provengan de la carrera judicial, algunos de la academia y, otros más, naturalmente, de la práctica en el foro. En nuestros días, como en los pasados y en los futuros, es necesario reflexionar para que los perfiles de quienes integran la SCJN sean los más aptos, y no los más “populares” ni los “preferidos” por quienes proponen las ternas o designan a los ministros. De esta forma, las sentencias que se dicten en ese Alto Tribunal serán mejores y más justas. [1] De forma muy sintética, para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se necesita: ser ciudadano mexicano por nacimiento en ejercicio de los derechos políticos y civiles; tener mínimo treinta y cinco años el día de la designación, y poseer el título de licenciado en derecho con antigüedad de diez años a esa fecha; tener buena reputación, no haber sido condenado por delito que amerite pena corporal de más de un año de prisión, ni haber cometido robo, fraude, falsificación, abuso de confianza u otro que lastime seriamente la buena fama; haber residido en el país durante los dos años anteriores al día de la designación; y no haber sido Secretario de Estado, Fiscal General de la República, senador, diputado federal, ni titular del poder ejecutivo de alguna entidad federativa, durante el año previo al día del nombramiento. [2] En suma, el Presidente de la República debe proponer una terna al Senado, el cual, tras su comparecencia, designará por el voto de las dos terceras partes de los miembros del Senado presentes a quien ocupará la vacante. Si pasados treinta días el Senado no resolviere, o bien, rechazara dos ternas propuestas por el Presidente de la República, éste designará como Ministro a una persona dentro la terna que corresponda. [3] El artículo es totalmente obscuro respecto del modo en que el Presidente de la República integra la terna respectiva. [4] Se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-autoridad-moral-en-la-imparticion-de-justicia, así como del ensayo “La deontología jurídica en la impartición de justicia”, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/deontologiajuridica.pdf [5] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia. Hacia el fortalecimiento del acceso a la justicia y el estado de derecho en las Américas, 2013, pp. 27-43. https://www.oas.org/es/cidh/defensores/docs/pdf/operadores-de-justicia-2013.pdf El ejercicio de los derechos humanos se encuentra sujeto a la regulación estatal. De tal forma, la Constitución y las leyes, así como las sentencias, pueden delimitar su alcance, partiendo de las bases previstas en los principios jurídicos y en los tratados internacionales. Naturalmente, la determinación de hasta dónde pueden llegar tales derechos debe ser razonable y, por ello, tiene que originarse en argumentos suficientes que logren sostener las restricciones que se les apliquen.
La regulación y limitación de libertad de expresión se cuenta entre una de las que más polémicas provoca. Ese derecho con frecuencia se considera fundamento para realizar conductas que, en realidad, se encuentran fuera de su tutela y, al mismo tiempo, constantemente provoca la tentación de limitarlo en exceso, regularlo arbitrariamente o, incluso, coartarlo sin asidero racional alguno. En ese sentido, aquí se planteará un interrogante práctico, real y actual: impedir que una persona participe en un chat de WhatsApp, es decir, su eliminación de un grupo de dicha red social, ¿constituye una violación a la libertad de expresión? Pues bien, el Poder Judicial en México tuvo ocasión de responder a esa pregunta cuando varias personas que formaban parte de un chat administrado por autoridades iniciaron un juicio de amparo en el que, fundamentalmente, reclamaban haber sido expulsadas del grupo sin justificación y sin aviso, actos que, en suma, implicaban para los reclamantes una violación a la protección conferida en el artículo 6 constitucional[1]. El asunto tiene muchas aristas que podrían ser analizadas con profundidad, desde luego, de las cuales se comentan abajo las más relevantes. La primera de ellas radica en definir si el acto de autoridad efectivamente tiene ese carácter, o bien, si éste escapa al interés público por constituir una conducta relevante solo en el ámbito privado. A mayor abundamiento, cabe preguntarse si la acción de cancelar o censurar la participación de un grupo de personas puede considerarse como un acto estatal simplemente porque la cuenta de la red social estaba administrada por un agente dependiente de la autoridad. Esto obliga a efectuar un análisis desde una perspectiva formal pero también material sobre qué es, en realidad, un acto de autoridad, y si en la acción de censura o cancelación había, verdaderamente, imperio para la aplicación de una norma. Asimismo, podría reflexionarse sobre un segundo problema, consistente en determinar efectivamente quien fue el responsable de la violación del derecho. Por un lado, se tiene a quien de forma directa e inmediata eliminó a los participantes del grupo, y, por otro, al prestador del servicio de la red social –que también debería rendir cuentas por permitir que cualquiera, por cualquier motivo, impida que alguien continúe participando de un chat grupal–. Al respecto, claro, sería admisible que ambos se consideraran responsables de la aparente violación del derecho. De la mano de esas ideas habría que analizar si la motivación de la existencia de un grupo de WhatsApp es fomentar la comunicación solo precisamente entre quienes su administrador desea que participen, o bien, entre cualquier persona que tenga la voluntad de intervenir en aquél. Eso lleva a reflexionar si es reprochable que quien administra el chat decida eliminar a un participante cuando, por el motivo que sea, ya no se desee que alguien permanezca en el grupo. Ese interrogante puede traducirse en otro, incluso más contundente, ¿es obligatorio permitir que participe en un chat o en un foro cualquier persona por su simple deseo o voluntad? Finalmente, debe hacerse otra reflexión respecto de las circunstancias que llevaron a conceder el amparo en este caso concreto: si es que éste se otorgó sólo por el quebrantamiento de la libertad de expresión, o bien, si porque esa conducta fue realizada por un agente estatal. Tal problema lleva obligadamente a preguntar qué ocurriría si, en circunstancias análogas, quien realizara esas acciones de eliminación fuere un particular sin funciones de autoridad[2]. El asunto comentado aquí abre la puerta a reflexionar cuál es el papel que debe asumir la Justicia frente a los retos prácticos que acarrea la libertad de expresión en la actualidad, pues así como la forma de ejercerla ha cambiado, también están cambiando los modos de conculcarla[3]. El problema de fondo radica y se resume en varios cuestionamientos, como los siguientes: ¿Cuál es el papel que debe jugar la Justicia frente a la censura? ¿Qué rol debe ejercer ante fuerzas que han escapado a las clásicas conductas violatorias de los derechos humanos? ¿Puede haber, realmente, un acto de autoridad al administrar redes sociales? ¿Cómo sujetar al derecho acciones que son ajenas a las categorías clásicas del derecho? Es claro que de las respuestas que se den a esas preguntas, el Poder Judicial encontrará nuevos objetivos y lineamientos que guíen su actuar frente a problemas tan actuales como la cancelación en redes sociales. [1] Wachauf, Daniela, Jueza otorga amparo a usuarios que fueron eliminados de grupo de Whatsapp, EL UNIVERSAL, 15 de noviembre de 2023, https://www.eluniversal.com.mx/nacion/jueza-otorga-amparo-a-usuarios-que-fueron-eliminados-de-grupo-de-whatsapp/ [2] Al respecto, conviene mencionar que no cualquier expulsión de un grupo de WhatsApp da derecho a obtener un amparo. Por ello, afirmar lo contrario es una conclusión imprecisa, aunque se ha hecho en el titular aquí citado. Martínez, Marco Antonio, ¿Te expulsaron de un grupo de WhatsApp? Te puedes amparar, LA SILLA ROTA, 15 de noviembre de 2023, https://lasillarota.com/nacion/2023/11/15/te-expulsaron-de-un-grupo-de-whatsapp-te-puedes-amparar-456949.html [3] Se recomienda la consulta de: Agustinoy Guilayn, Albert, “Redes sociales y libertad de expresión: en búsqueda de un nuevo paradigma”, en Soberanes Diez, José María, y Garduño Domínguez, Gustavo, La interacción de las redes sociales, la tecnología y los derechos humanos, Pamplona, EUNSA, 2023, pp. 11-27. El pleno desarrollo de la democracia en un Estado y la consecución de los fines perseguidos por éste depende de que, entre muchas cosas, exista una relación funcional entre los órganos que lo componen. Esa afirmación anterior es aceptable de forma general, casi dogmáticamente, pero debe ser cuestionada para definir con algún grado de precisión qué significa que las relaciones entre los órganos estatales sean funcionales.
Así pues, en este blog se reflexionará sobre cuál es la relación que debe prevalecer entre la Justicia y los otros Poderes. De forma específica, se cuestionará si la interacción del Poder Judicial con los demás debería ser amistosa, pacífica, tensa, ríspida, distante o confrontativa. Los Poderes del Estado, por su propia naturaleza y función, están llamados a desarrollar sus atribuciones con apego a las normas que los rigen, lo que necesariamente lleva a que deban trabajar sin oportunidad a aislarse en el ejercicio de una labor puramente propia. Adicionalmente, debe considerarse que el orden constitucional lleva siempre a que la posibilidad de decir la última palabra sea del Judicial, es decir, tiene en sus manos resolver en última instancia a quién le corresponde la razón según las normas jurídicas[1]. La facilidad con que se describe la función de la Justicia es notoriamente distinta al modo en que se ejerce su tarea, pues de la mano del dictado de cada sentencia viene siempre la dificultad de justificar por qué una de las partes del asunto puede vencer y la otra no. Esa labor altamente argumentativa sufre más inconvenientes cuando los contendientes son órganos del Estado o, peor, Poderes estatales. Las condiciones descritas constituyen un campo fértil para el surgimiento de conflictos entre el Judicial y los demás Poderes, puesto que la tarea de aquél es, precisamente, señalar los desaciertos en el ejercicio de la función de estos. La incomodidad que provoca, pues, una denodada, independiente[2] y acertada labor jurisdiccional, llevará indefectiblemente a que el Ejecutivo y el Legislativo, consideren que uno de sus pares, el Judicial, posee facultades de control notoriamente superiores a las de ellos. Esa realidad, que por naturaleza es inherente al trabajo judicial, puede provocar en los otros Poderes la tentación de agredir a la Justicia mediante formas institucionales y, en casos muy preocupantes, a través de formas no institucionales. La estabilidad democrática de un Estado encontrará en esas circunstancias, invariablemente, una prueba definitiva, y demostrará la fortaleza de los órganos que lo componen. Con esas ideas a la vista surge la pregunta sobre la conveniencia de que el Judicial sostenga relaciones de amistad con los demás Poderes para no verse atacada, criticada o excluida en el desarrollo de las funciones del Estado. En otras palabras, puede tenerse la sensación de que debería haber entre la Justicia y los demás órganos del Estado una relación amigable para evitar el forcejeo ya descrito. Entonces, y de forma concreta, ¿conviene que exista paz entre el Judicial y los otros Poderes? Pues bien, la relación pacífica entre ellos más que conveniente es necesaria, sin embargo, no puede desearse legítimamente que el que imparte justicia tenga como amigo o aliado a otro de los Poderes. La indispensable autonomía e independencia judiciales dependen, como es obvio, de que sus integrantes se mantengan a distancia de aquéllos a los que juzgan. Esto hace repudiable, entonces, que se pretenda que el Poder Judicial sostenga magníficas relaciones con los otros. Pero, si lo dicho arriba es cierto, ¿podría aspirarse a que las relaciones del Poder Judicial con los demás fueran de confrontación? Es normal, como se ha dicho, que exista tensión entre los Poderes, sobre todo entre el Judicial y los otros, sin embargo, debe nacer en aquél la voluntad para ejercer su labor de contrapeso respetando los ámbitos de competencia respectivos, sin llegar a excesos que puedan motivar a sus pares a confrontarse con ella. Como puede verse, ambos extremos de la relación entre el Judicial y los demás Poderes son incompatibles con el correcto ejercicio de la labor estatal. Así pues, quienes imparten justicia deben tener la conciencia de evitar caer en las provocaciones de los demás órganos. Al mismo tiempo, los funcionarios judiciales deben tener las virtudes necesarias[3], sobre todo fortaleza, para realizar su trabajo sin temor a las amenazas que vengan de otros Poderes, y deben poseer la ética suficiente para resistirse a establecer una amistad entre órganos, pues simplemente es inaceptable e imposible que ésta ocurra en una democracia. Finalmente, cabe decir que el buen trabajo judicial –bien argumentado, plenamente justificado–, hecho con autoridad moral[4] –con apego a las virtudes, no sólo con preocupación por la excelencia técnica–, y autolimitado –que no cae en el activismo–, conducirá a la construcción de relaciones de concordia con los Poderes estatales, que es el máximo posible al que puede aspirarse. No obstante, esas son algunas de las condiciones de construcción de las relaciones entre Poderes, y es necesario que desde el Judicial se reflexione mucho más al respecto. [1] Risso Ferrand, Martín, “¿Quién tiene la última palabra en temas de derechos humanos? Democracia versus aristocracia con toga”, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, año XVIII, 2012, pág. 393 [2] Chaires Zaragoza, Jorge, “La Independencia del Poder Judicial”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXXVII, núm. 110, mayo-agosto, 2004, págs. 534-536. [3] Vigo, Rodolfo Luis, “Ética judicial e interpretación jurídica”, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 29, 2006, pág. 282. [4] Al respecto, se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial. Uno de los debates que se han suscitado desde el Derecho y la Ciencia Política es el referente a si el Poder Judicial -o la Justicia, con mayúscula-, tiene dentro de sus tareas defender la voluntad popular. Dos posturas responden a esa pregunta de formas radicalmente opuestas entre sí y afirman, una, que la labor más importante de ese Poder es la defensa de las decisiones tomadas por el pueblo a través de sus representantes, mientras que la otra sostiene que esa consideración es equivocada, puesto que la Justicia solamente debe garantizar la regularidad legal y constitucional.
Aunado a la cuestión abordada arriba surge un problema particular: determinar en qué magnitud el Poder Judicial constituye un soporte de la democracia en sentido amplio. En otras palabras, más allá de la definición de si esta rama del Estado efectivamente debe representar al pueblo, existe la certeza de que su misión es hacer que prevalezca el estado de Derecho y, como consecuencia de ello, debe limitar a los demás Poderes y órganos del Estado. La verdadera cuestión es, hasta dónde puede llegar tal ejercicio limitador. Entonces, frente a esas preguntas surge otra que las condensa: ¿cuál es la función del Poder Judicial en la democracia? Naturalmente, para contestar a ese interrogante es necesario explicar qué significa la democracia: en particular para lo que interesa a este blog, es la efectiva manifestación de la voluntad popular en la rectoría del Estado. A mayor abundamiento, la verdadera democracia se trata de la participación de la ciudadanía en la conducción institucional del Estado, y no la mera expresión de la voluntad mayoritaria -aunque así se presente en muchas ocasiones en la actualidad-. En ese sentido, debe existir una garantía de que se hará cumplir el orden jurídico del Estado, tarea que corresponde en última instancia a la Justicia, pues asegura la regularidad estatal y, consecuentemente, constituye un defensor de la legitimidad del ejercicio del poder público. Así pues, la afirmación de que la Justicia debe representar al pueblo es engañosa, y quizá incluso demagógica, pero tiene una arista aparentemente cierta: el Poder Judicial es un "representante democrático" en la medida en que hace cumplir los mandatos constitucionales a pesar del ejercicio legítimo de las funciones de los otros poderes, y a pesar también de lo que expresen las mayorías en los órganos representativos del pueblo. Tales ideas obligan a decir que el Poder Judicial no es un representante del pueblo, ni es votado por él -pues conviene que sus integrantes no se voten[1] -, y en ocasiones debe decidir en contra de la voluntad que exprese el pueblo. Esa actitud aparentemente omnímoda es, contrariamente a lo esperado, la manifestación de que el Poder Judicial es el máximo y último protector de la democracia, pues debe defenderla incluso de quienes le dan origen y, se supone, tienen el monopolio legítimo de su ejercicio[2]. Existe un argumento adicional para afirmar que este Poder salvaguarda la democracia sin ser un representante popular: en sus manos se encuentran la última palabra sobre la interpretación de las normas constitucionales y convencionales, así como la tutela de los derechos humanos. De tal forma, se convierte en un órgano que protege los derechos humanos, defendiéndolos de las decisiones de la mayoría que, en muchas ocasiones, puede optar por restringirlos indebidamente. La reflexión a la que conduce este blog es que la Justicia debe realizar su labor sabiendo que sus decisiones, siendo incluso impopulares en algunas ocasiones, constituyen el último bastión -y, quizá también, la última esperanza- de la protección de la regularidad del Estado[3]. Asimismo, estos párrafos llevan a un recordatorio fundamental: la Justicia tiene en sus manos reconducir a los otros Poderes cuando se extralimitan. El éxito del trabajo jurisdiccional demanda eficiencia y pericia técnica, pero también que se haga con prestigio social y autoridad moral. Así pues, para terminar estas líneas, conviene animar a quienes lo realizan para que su labor se apegue a estándares éticos superiores. Reunidos esos requisitos, será difícil que a la Justicia se le persiga por defender la democracia yendo en contra de las decisiones tomadas democráticamente por la mayoría. [1] Sobre este tema, se recomienda muy ampliamente la lectura del blog ¿Votar por los jueces? publicado por el Centro de Ética Judicial. [2] Aziz Z. Huq, How to Save a Constitutional Democracy, Chicago, The University of Chicago Press, 2017, passim. [3] Muller, Caroline, Gorczevski, Clovis, “La función y la legitimidad del Poder Judicial en el constitucionalismo democrático brasileño: ¿un activismo necesario?, Estudios Constitucionales, Año 14, núm. 2, 2016, pág. 219. De acuerdo con las cifras más recientes, en el mundo viven 476 millones de indígenas en noventa países, es decir, representan el 5% de la población global total[1]. En general, los retos que enfrentan quienes integran a los pueblos originarios son la pobreza, la falta del reconocimiento a sus expresiones culturales, la marginación social y la ausencia de una correcta regulación que les permita autodeterminarse.
En efecto, una de las principales cuestiones que los Estados y los órganos internacionales deben abordar con respecto a los pueblos indígenas es la necesidad de normar correctamente las facultades que estos poseen para decidir autónomamente su forma de gobierno, así como para establecer los modos en que alcanzarán su desarrollo social, económico, político y cultural[2]. Naturalmente, esa autodeterminación encuentra su fundamento en normas internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Convenio 169 de la OIT, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como en resoluciones y declaraciones de la ONU[3]. Asimismo, la regulación en cita se complementa a nivel nacional con diversas leyes, como en México lo hacen la Ley del Instituto de los Pueblos Indígenas, la Ley Federal del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas, y la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas. En ese contexto, es necesario preguntarse cuál es el alcance efectivo que puede tener la autodeterminación de los pueblos autóctonos. En México, la respuesta puede darse, fundamentalmente, desde el artículo 2 constitucional que define la naturaleza de los integrantes de dichos grupos sociales, garantiza sus derechos y, en particular, reconoce el derecho que gozan para decidir sus formas internas de organización social, así como para aplicar sus propios sistemas normativos. Ahora bien, la frialdad del texto constitucional abre la posibilidad a que existan múltiples opciones interpretativas y supuestos en los que la regulación actual resulte insuficiente. En esos casos de duda, como siempre, es evidente que la labor judicial se tornará indispensable para aclarar, como en muchos más, cuál es la verdadera frontera de la autodeterminación de los pueblos indígenas. El Poder Judicial en México ha mostrado una voluntad seria y loable por salvaguardar el derecho en cuestión. Así lo refleja, por ejemplo, el desarrollo de documentos como el Protocolo de actuación para quienes imparten justicia en casos que involucren derechos de personas, comunidades y pueblos indígenas, y la Guía de actuación para juzgadores en materia de Derecho Electoral Indígena. Por lo que hace al ámbito práctico, una de las muestras más recientes sobre cómo el Poder Judicial de la Federación ha acogido los estándares internacionales en materia de protección de los derechos de los pueblos indígenas es el siguiente criterio: DERECHO A LA CONSULTA PREVIA. EL DEBER DE LLEVARLA A CABO SE ACTUALIZA ANTE LA MERA POSIBILIDAD DE QUE LA DECISIÓN ESTATAL AFECTE O INCIDA DE MANERA DIRECTA O DIFERENCIADA A LOS PUEBLOS Y COMUNIDADES INDÍGENAS, SIN QUE RESULTE EXIGIBLE LA ACREDITACIÓN DEL DAÑO Y SU IMPACTO SIGNIFICATIVO[4]. Ese criterio da cuenta de que el Poder Judicial es garante de los derechos reconocidos a favor de los pueblos indígenas en tratados internacionales, y de que, por esa razón, debe ordenar a las autoridades responsables que cumplan la obligación de hacer una consulta previa cuando puedan afectarse tales derechos. Conviene llamar la atención en que el trabajo que realiza la Justicia es fundamental para que los reconocimientos teóricos y legales de los derechos de los pueblos originarios, especialmente su autodeterminación, se hagan una realidad. Por ello, vale la pena reflexionar, primero, sobre cuál es la proporción en que los tribunales deben reconocer estos derechos, y, en segundo lugar, sobre cómo puede hallarse dicha medida. Respondidas esas preguntas es que podrá encontrarse el alcance legítimo de las facultades estatales en relación con los derechos indígenas, así como la frontera que estos tienen frente a los principios constitucionales y al resto de derechos humanos. [1]https://www.un.org/es/observances/indigenous-day#:~:text=Ante%20este%20problema%2C%20es%20justo,y%20culturalmente%20apropiada%20para%20ellos. [2]https://www.amnistia.org/ve/blog/2017/05/2472/derecho-a-la-autoderminacion-de-los-pueblos-indigenas [3] Como la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas y la Resolución sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas [4] Tesis [J.]: 2a./J. 11/2023 (11a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima época, libro 23, tomo III, marzo de 2023, página 2199. Una reflexión sobre la deontología jurídica y la vocación del jurista en el Día del Abogado7/12/2023 Es casi incuestionable que la vocación de quien estudia la carrera de Derecho es servir desde la justicia y contribuir a la construcción del bien común. Para ello, resulta necesario que el crecimiento del abogado sea integral desde el primer día de sus estudios profesionales, y que abarque, más allá de la fundamental instrucción en las materias técnicas, una formación seria en los valores básicos del jurista. Precisamente sobre ese proceso de desarrollo del abogado es que se busca reflexionar en este blog.
Para que llegue a un buen puerto, la preparación profesional jurídica requiere, como cualquier otro tipo de estudios profesionales, una proporcional dedicación de tiempo y esfuerzo, además de la realización de sacrificios de diversas clases. De la mano de ese camino arduo –sumamente arduo, casi siempre–, que debe recorrerse para la adquisición de conocimientos teóricos y habilidades prácticas, también es necesario que desde la etapa universitaria los estudiantes de Derecho tengan a su alcance herramientas y buenos ejemplos que los conduzcan hacia el bien, y no que, como ocurre a veces, socarronamente se les muestre solamente el camino de la chicana, con olvido de la buena práctica. Hasta aquí, se evidencia entonces que hay una dualidad de aspectos que deben instruirse a los abogados: uno, de carácter técnico, y otro, de carácter moral, que en muchas ocasiones cede frente al primero, pues se desatiende bajo la consideración de que es mejor el abogado que conoce bien la norma aplicable y su interpretación –sin interesarse por la rectitud de su comportamiento–, que aquél que opera desde el derecho y que se rige por principios éticos. Pero, precisamente por lo dicho arriba, cabe ahora preguntarnos: ¿existe diferencia entre un buen abogado y un abogado bueno? En otras palabras, la reflexión subyacente es si puede haber un buen abogado en lo técnico que no sea, sobre todo, una buena persona –y eso es algo muy importante, porque el buen abogado, para serlo, no puede ser un buen técnico del derecho y “además” ser una buena persona, sino que requiere ser, antes que otra cosa, una buena persona–. La respuesta a esas preguntas invariablemente implica acudir a la deontología jurídica, parte importante de la ética –disciplina que desde muchos años atrás ha sido objeto de estudio de múltiples autores como Aristóteles[1] y Santo Tomás de Aquino[2]–, y que en los últimos cien años ha sido discutida concretamente en lo jurídico por Ángel Ossorio y Gallardo[3], Jorge Malem Seña[4] y Ángela Aparisi[5], así como por Milagros Otero y Francisco Puy Muñoz. Así pues, la deontología jurídica, como disciplina encargada de informar cuáles son los deberes que tienen que respetarse al ejercer el Derecho, en cualquiera de sus formas –en el litigio, la consultoría, la academia y, desde luego, en la labor jurisdiccional–, enseña que los mandatos morales han de ser acatados aun cuando carecen de la obligatoriedad que caracteriza a las normas jurídicas. Esto es, aunque se trate de “simples deberes”, los principios derivados de la moral deben ser obedecidos para que la práctica jurídica resulte acorde con lo bueno. Quienes ejercemos la Ciencia Jurídica tenemos conciencia de los numerosos y profundos retos que su práctica presenta todos los días, y sabemos la honda escisión que prevalece entre lo aprendido en las aulas y lo que se hace en el foro. Esa separación, que se ve como la de dos mundos, puede y debe ser reducida mediante el ejercicio virtuoso de la profesión, desde la ética, teniendo en cuenta que la finalidad de la acción del abogado es, ante todo, lograr que prevalezca la justicia para alcanzar el bien común, y no el interés personal ilegítimo –¡del cliente o el de su abogado! –. Con esas ideas a la vista, teniendo en cuenta que desde 1960 se celebra en México el Día del Abogado –por un decreto presidencial–, y que el 12 de julio de 1533 se estableció en la Nueva España la primera cátedra de Derecho, conviene hacer una reflexión sobre dos ideas fundamentales: la primera es qué tan fieles somos aún los abogados a la vocación que nos trajo al derecho, y la segunda es de qué forma podemos contribuir a que nuestra profesión se ennoblezca y dignifique con nuestro ejemplo para las generaciones venideras. Y, por supuesto: ¡feliz Día del Abogado! [1] Una obra clásica, desde luego, es la Ética Nicomáquea, editada por Gredos. [2] El estudio de la ética de Santo Tomás de Aquino aparece, sobre todo, en la Suma Teológica, de la colección BAC. [3] Específicamente en su libro El alma de la toga, que puede encontrarse editado por Porrúa, y prologado por Roberto Ibáñez Mariel, quien fue profesor de Deontología Jurídica en diversos posgrados mexicanos. [4] En su artículo ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?, así como en otras obras como La función judicial. [5] En su obra Ética y deontología para juristas, de Porrúa. En el Derecho Internacional Público existen dos instituciones jurídicas protectoras de quienes dejan un Estado para salvaguardar sus derechos más mínimos y, en muchas ocasiones, hasta su vida. Se trata de las figuras del asilo y el refugio, cuya tutela es tan amplia que deriva de normas supranacionales –como la Convención y el Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados–, y se han incorporado las constitucionales –específicamente el artículo 11 de la Constitución mexicana– y las legales –como la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, así como la Ley de Migración–.
En forma breve, puede afirmarse que la regulación de estas figuras es multinivel, es decir, se encuentra organizada y articulada en función de las competencias de diversos órganos, tanto nacionales como internacionales. Por eso, y para aplicar correctamente el asilo y el refugio, es necesario, en primer lugar, distinguirlos de forma correcta y, en segundo, reconocer la relación que tienen con la protección de los derechos humanos. Precisamente por ello, aquí resulta necesario hacer una diferenciación conceptual, pues el refugio es solicitado por quien huye de la persecución o de violaciones a los derechos humanos, amenazas graves a la vida o conflictos armados, sin que puedan obtener protección en el Estado de origen, y al cual resulta peligroso volver, por lo que el Estado receptor le debe acoger jurídica y materialmente. En cambio, el asilo es una tutela que, sin que existan las mismas condiciones de peligro que en el caso del refugio, es concedida potestativamente por el Estado al que se le solicita[1], y típicamente es otorgado a quienes, en principio, abandonan el Estado de origen exclusivamente por motivos políticos[2]. Como puede verse, entre ambas figuras jurídicas existen diferencias sustanciales, que hacen resaltar el carácter protector de los derechos humanos que posee el refugio frente al asilo; por ello es que este blog se reservará exclusivamente al primero. Hay que subrayar la relevancia que el refugio tiene, por su relación con la protección de los derechos humanos, para el Poder Judicial. En específico, las obligaciones que los Estados deben cumplir en materia de refugio recaen en múltiples autoridades de diferente índole[3], pero el contenido del deber de proteger jurídicamente a quien tiene esa condición es el mismo. De tal forma, todas las ramas estatales que puedan llegar a tener participación en el reconocimiento del refugio deben conocer las normas aplicables y actuar de conformidad con los principios internacionales respectivos, aunque el Poder Judicial tiene, como siempre, un acentuado protagonismo. En ese orden de ideas, la importancia que ha empezado a ganar el refugio para la Justicia en México puede apreciarse en la siguiente tesis: DERECHO A BUSCAR Y RECIBIR ASILO. LA CONDICIÓN DE REFUGIADO ES DECLARATIVA Y NO CONSTITUTIVA Y, POR LO TANTO, LAS PERSONAS SOLICITANTES DE REFUGIO REQUIEREN PROTECCIÓN REFORZADA, INCLUSO ANTES DE QUE EL ESTADO LES RECONOZCA SU ESTATUTO[4]. Ese criterio da cuenta de cómo en México, a pesar de que por sus competencias las autoridades judiciales no se encuentran en la primera línea de atención a los refugiados, poseen efectivamente la responsabilidad de vigilar que las autoridades administrativas cumplan, como en cualquiera otra materia, las atribuciones que tienen a su cargo. En ese sentido, es notorio y encomiable que el Poder Judicial haya reconocido la necesidad de actuar y pronunciarse sobre el refugio en coincidencia con la práctica internacional. Muestra de ello es que la Suprema Corte de Justicia ha publicado el Protocolo para Juzgar Casos que involucren Personas Migrantes y Sujetas de Protección Internacional, así como el Manual sobre Desplazamiento Interno, lo que constituye una confirmación del interés por acercar el trabajo jurisdiccional a quienes necesiten esa clase de protección internacional. La reflexión a la que deben llevar estas ideas es a analizar cuál es el papel que deben ejercer los órganos nacionales, especialmente los judiciales, en la consolidación de la protección internacional de personas. Adicionalmente, lo dicho hasta aquí también debe concientizar a quienes integran la Justicia sobre la existencia efectiva de fenómenos cotidianos, a veces invisibles por las tensiones propias del escenario nacional, que para ser atendidos cabalmente deben ser vistos con humanidad y estudiados a nivel técnico, mediante la capacitación de quienes se involucren en la materia. [1] Una diferencia adicional es que la condición de refugiado, en todo caso, es sujeta de reconocimiento, mientras que el asilo simplemente se concede –o no–. [2] Al respecto, véase: Agencia de las Naciones Unidas Asilo y condición de refugiado, Asilo y condición de refugiado, https://help.unhcr.org/faq/es/how-can-we-help-you/asilo-y-condicion-refugiado/ [3] En México, por ejemplo, recaen en la Secretaría de Gobernación, el Instituto Nacional de Migración y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, es decir, en órganos de la Administración Pública. En otros países, como en los Estados Unidos de América, la responsabilidad del reconocimiento del refugio recae en el Poder Judicial. [4] DERECHO A BUSCAR Y RECIBIR ASILO. LA CONDICIÓN DE REFUGIADO ES DECLARATIVA Y NO CONSTITUTIVA Y, POR LO TANTO, LAS PERSONAS SOLICITANTES DE REFUGIO REQUIEREN PROTECCIÓN REFORZADA, INCLUSO ANTES DE QUE EL ESTADO LES RECONOZCA SU ESTATUTO. Tesis [J.]: 1a./J. 78/22, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Undécima Época, libro 14, tomo V, junio de 2022, p. 4162. Una de las grandes polémicas que han acompañado el trabajo jurisprudencial mexicano de las últimas décadas es la determinación efectiva de la jerarquía normativa nacional. Al respecto, se han establecido varios criterios que han confirmado la existencia de la supremacía constitucional, y que han organizado la jerarquía normativa mexicana de modos diversos con el paso de los años[1].
Así pues, conviene explicar, muy brevemente, que esta supremacía es un presupuesto del control de la regularidad constitucional y una de las bases que garantiza que la Constitución tenga primacía sobre cualquier norma estatal. Al mismo tiempo, debe decirse que el principio mencionado sufre una crisis ante la aplicación del control de convencionalidad y la primacía de los derechos humanos. Precisamente, una de las reflexiones que se busca proponer en este blog es si este principio tiene algún fundamento en el derecho convencional, en específico, el artículo 46 de la Convención de Viena (véase aquí) sobre el Derecho de los Tratados, como puede leerse en la tesis cuyo rubro es SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL. LA REFORMA AL ARTÍCULO 1o. DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, DE 10 DE JUNIO DE 2011, RESPETA ESTE PRINCIPIO [2]. Del criterio en cuestión, puede apreciarse que el artículo 46 de la Convención de Viena constituye, en apariencia, un verdadero fundamento del principio de supremacía constitucional en México. Incluso, tanto el rubro como el texto de esa tesis dan la apariencia de la aplicación del control de constitucionalidad de la reforma constitucional de 2011, y también traslucen que el tratado en cuestión se alinea al contenido de nuestra Carta Magna. Naturalmente, esa interpretación parte de una lectura abreviada de dicho precepto, y nace de una lectura poco integral de las hipótesis contenidas en la norma. Más en concreto, puede decirse que, en realidad, se trata de una regla sumamente excepcional que fue convertida en general, pues varias de sus porciones fueron omitidas. Por otro lado, los artículos 26, 27 y 31 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados establecen, integralmente, los principios de buena fe y pacta sunt servanda de derecho internacional, la obligación de no invocar el derecho interno como justificación para incumplir el convencional. En ese sentido, parece contrario a lo esperable –y también a la lógica– que el artículo 46 del mismo tratado (véase aquí) previera que ese acuerdo reconoce el principio de supremacía constitucional. Es necesario pactar las normas convencionales con el ánimo de cumplirlas y evitar incurrir en interpretaciones que desvíen a los operadores jurídicos del verdadero sentido obligacional de los tratados internacionales. La tarea de quienes integran el Poder Judicial y, en general, de quienes practican la Ciencia Jurídica, es lograr que la comprensión de las normas resulte objetiva, sin sesgos y de buena fe. [1] Por ejemplo, uno de ellos es la célebre tesis de rubro SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL Y ORDEN JERÁRQUICO NORMATIVO, PRINCIPIOS DE. INTERPRETACIÓN DEL ARTÍCULO 133 CONSTITUCIONAL QUE LOS CONTIENE. Tesis [J.]: 1a./J. 80/2004, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Novena Época, tomo XX, Octubre de 2004, pág. 264. Véase aquí. [2] SUPREMACÍA CONSTITUCIONAL. LA REFORMA AL ARTÍCULO 1o. DE LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS, DE 10 DE JUNIO DE 2011, RESPETA ESTE PRINCIPIO. Tesis [A.]: 2a. LXXV/2012, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Décima Época, Libro XIII, Tomo 3, Octubre de 2012, página 2038. Véase aquí. El 12 de abril de 2023 México fue notificado de la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso García Rodríguez y otro contra México. Como en el asunto Tzomplaxtle Tecpile[1], también incoado contra nuestro país, ese tribunal se refirió a que los demandantes fueron sujetos al arraigo preprocesal por alrededor de cuarenta días, y a prisión preventiva por más de diecisiete años. El desenlace del asunto implicó, entre muy diversas consecuencias, la obligación impuesta desde la Corte de San José al Estado mexicano de “adecuar su ordenamiento jurídico, incluyendo sus disposiciones constitucionales, para que sea compatible con la Convención Americana”[2].
Ante la severidad de ese fallo, es necesario reparar en el alcance que efectivamente pueden tener las sentencias internacionales en el orden jurídico doméstico, pues, aunque los tribunales supranacionales tienen la facultad de decidir si los Estados partes han violado un tratado, esa atribución resultaría invariablemente excedida si sus condenas fueran más allá de lo estrictamente demandado, o bien, si no se fundaran en una norma de derecho internacional que expresamente las previera. En concreto, y en el contexto del caso García Rodríguez contra México, cabe preguntarse si un órgano supranacional efectivamente puede imponer la obligación de que un Estado reforme su Constitución. Es cuestionable que el cumplimiento de dicha resolución resulte viable, sobre todo si se encuentra exclusivamente en manos de órganos caracterizados por su legitimidad y soberanía democrática[3], como el Poder Legislativo y el Constituyente Permanente. Al respecto, es evidente que la autonomía de la que gozan estos últimos devendría en un inconveniente práctico para el cumplimiento de un fallo internacional que, habiéndose dictado justificadamente, impusiera obligaciones cuyo acatamiento se encontrara en manos de órganos de representación ciudadana, y no de autoridades estatales propiamente dichas. Adicionalmente, es necesario mencionar el argumento referido al concepto de soberanía nacional, que incluso en nuestra época continúa siendo un límite recíproco impuesto entre la acción de los Estados y la labor de los órganos supranacionales, y que todavía sostiene numerosas características fundamentales de la teoría del Estado moderno, que además obliga a la moderación cuando se contraen obligaciones internacionales[4]. Como puede intuirse, el problema de fondo es, por un lado, de balance –entre el mesurado cumplimiento de las atribuciones ejercidas por los tribunales internacionales y el legítimo ejercicio de la soberanía estatal–, y, por otro, de autolimitación –a cargo de los órganos supranacionales cuando imponen a los Estados diversas condenas–. La solución a ese problema puede desdoblarse en varias acciones concretas de la Justicia internacional: que ésta encuentre en la esencia de sus facultades la frontera de lo que resulta razonablemente exigible, evite resolver más allá de lo que se ha litigado en el asunto y, desde luego, que se abstenga de dictar resoluciones desapegadas de lo expresamente permitido en los tratados internacionales. La emisión de una sentencia internacional conlleva diversos riesgos y retos, salvables desde una actitud justa y templada del tribunal correspondiente, que pueden poner en juego la efectiva ejecutabilidad del fallo, así como su cumplimiento real a nivel doméstico[5], frecuentemente en manos de la Justicia. Ante esa realidad, debe suscitarse una seria reflexión entre quienes integran este Poder y la doctrina para hallar respuestas creativas que permitan acatar los fallos internacionales, especialmente cuando estos resulten demasiado gravosos o excesivos para el orden jurídico nacional. [1] Sobre este asunto es recomendable la lectura del blog “La sentencia del caso Tzomplaxtle Tecpile y otros contra México: la confirmación de la vigencia de los tratados internacionales”, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-sentencia-del-caso-tzomplaxtle-tecpile-y-otros-contra-mexico-la-confirmacion-de-la-vigencia-de-los-tratados-internacionales [2] Corte IDH, Caso García Rodríguez y otro vs. México, (Excepciones preliminares, Fondo, Reparaciones y Costas), Sentencia de 25 de enero de 2023, puntos resolutivos 12 y 13. [3] Al respecto, cabe ahondar una de las críticas que se formulan contra los tribunales internacionales: su carencia de legitimidad democrática. Vid. Rey, Sebastián, “Derechos humanos, soberanía estatal y legitimidad democrática de los tribunales internacionales. ¿Tres conceptos incompatibles?”, Revista Derechos Humanos, núm. 1, 2020, págs. 73-75, disponible en https://www.corteidh.or.cr/tablas/r34469.pdf [4] En ese sentido, existe entre los Estados una igualdad soberana que debe ser respetada no solamente por las partes de un acuerdo internacional, sino también por los órganos llamados a vigilar su cumplimiento. Véase Espósito D., Carlos, “Soberanía e igualdad en el derecho internacional”, Estudios Internacionales, núm. 165, 2010, pág. 173. [5] La ejecutabilidad forzosa de las sentencias internacionales constituye un tema altamente relevante que debe ser analizado, pero escapa al objeto de este blog. En diversos ensayos[1] y blogs[2] del Centro de Ética Judicial se ha enfatizado sobre el vigor y obligatoriedad que poseen los tratados internacionales. Asimismo, se han estudiado con insistencia los artículos 26 y 27 de la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados, que resultan fundamentales para la plena comprensión de la “jerarquía normativa” al interior de los Estados.
Una de las conclusiones integrales a las que se pudo llegar a partir de los trabajos mencionados arriba, es que los Estados deben asumir que lo establecido en los tratados internacionales equivale a una verdadera obligación contraída con el resto de las partes del convenio. Dicho en otras palabras: todos los países deben cumplir aquello a lo que se comprometieron en el texto convencional, tal y como también deben hacerlo quienes son partes de un contrato. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia del caso Tzomplaxtle Tecpile y otros contra México[3], tuvo la oportunidad de subrayar que los tratados deben ser cumplidos a pesar de las disposiciones en contrario que pudieran existir en el derecho interno de los Estados partes[4]. Esto recuerda que los Estados no pueden invocar su propio derecho para incumplir –léase violar– el derecho convencional. En la sentencia en cuestión, la Corte Interamericana se avocó, entre otras cosas, a estudiar si las figuras del arraigo y la prisión preventiva resultan compatibles con lo previsto en la Convención Americana sobre Derechos Humanos. En específico, observó que la investigación ministerial de los delitos cuya comisión se imputaba a los indiciados duró tres meses –extensión coincidente con el tiempo al que se les sujetó a arraigo[5]–, y que la prisión preventiva que se les impuso fue arbitraria[6], sobre todo considerando que se les absolvió tras dos años de haber estado sujetos a un proceso judicial. Más allá de profundizar en los hechos que ocasionaron el inicio de la investigación ministerial, lo importante para este blog es que la Corte, en suma, encontró que el Estado mexicano violó los derechos a la libertad personal, la presunción de inocencia, la integridad personal, la vida privada y la protección judicial. Esas transgresiones tuvieron como consecuencia que México fuera condenado, entre otras cosas, a modificar diversas disposiciones del derecho interno que resultan incompatibles con el derecho convencional interamericano. Queda claro el mensaje enviado por la Corte de San José al Estado mexicano: los tratados internacionales deben cumplirse sí o sí. No valen los pretextos consistentes en afirmar que, ante la duda de qué norma aplicar, “debe usarse el principio pro persona, pero atendiendo a las restricciones constitucionales”. Así pues, con la sentencia dictada por la Corte Interamericana en el caso aquí comentado, quedan vinculados a actuar diversos órganos mexicanos: el Poder Legislativo, el Constituyente Permanente e, incluso, el Poder Judicial. Este último, sin lugar a dudas deberá replantear su función respecto a la interpretación y aplicación de los tratados internacionales dentro del sistema jurídico mexicano y, aparejada a lo anterior, a la definición de la jerarquía normativa en México[7]. [1] “El margen nacional de apreciación como herramienta para la articulación del derecho internacional público y las normas nacionales”, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_9._margen_nacional_de_apreciacio%CC%81n__.pdf [2] “El amigable control de la regularidad convencional” https://www.centroeticajudicial.org/blog/el-amigable-control-de-la-regularidad-convencional, “Prisión preventiva oficiosa: control de convencionalidad y preservación del orden constitucional” https://www.centroeticajudicial.org/blog/prision-preventiva-oficiosa-control-de-convencionalidad-y-preservacion-del-orden-constitucional, “El control de convencionalidad tomado en serio” https://www.centroeticajudicial.org/blog/el-control-de-convencionalidad-tomado-en-serio [3] El texto completo de la sentencia puede consultarse en https://www.corteidh.or.cr/docs/casos/articulos/seriec_470_esp.pdf [4] Caso Tzompaxtle Tecpile y otros vs. México. Excepción Preliminar, Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 7 de noviembre de 2022, párr. 118 [5] Ibid. párr. 83 [6] Ibid. párr. 85 [7] Dado que dichos acuerdos poseen, más allá de la materia sobre la que versen, una posición de supraordinación respecto de cualquier norma de cualquier Estado, tal y como se establece en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados en los artículos siguientes: 26. "Pacta sunt servanda". Todo tratado en vigor obliga a las partes y debe ser cumplido por ellas de buena fe. 27. El derecho interno y la observancia de los tratados. Una parte no podrá invocar las disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. Esta norma se entenderá sin perjuicio de lo dispuesto en el artículo 46. La verdad implica afirmar que algo es lo que efectivamente es. Aseverar que algo es lo que no es, o bien, que una cosa no es lo que es, implica una mentira, por eso, lo que se dice, para ser verdad, debe coincidir con la realidad. El estudio de la verdad es materia de la filosofía y la lógica, pero incide con gravedad también en el derecho, tanto que ha llegado a constituir una prerrogativa tutelada por el Poder Judicial.
Para conocer la verdad es necesaria una actitud abierta a poseerla, por ello es inválido afirmar que existen muchas verdades[1], una verdad personal o que la verdad depende del cristal con que se mire, pues ello significaría aceptar que no importa qué son las cosas, sino que son lo que se quiere que sean o se cree que son. En otras palabras, implicaría imponer individualmente un deseo, la opinión o un simple error sobre lo que efectivamente son las cosas. La práctica jurisdiccional[2] ha establecido la existencia del derecho a la verdad, sin embargo, la construcción gramatical de ese concepto es problemática, pues la verdad es una consecuencia surgida de la efectiva coincidencia de entre lo que son las cosas y lo que se declara que éstas son. Se trata, pues, de un hecho, y no de un derecho exigible per se, por lo que el derecho de que se trata, más bien, es el que existe a conocer la verdad, y no a la verdad por sí misma, es decir, se tiene derecho a conocer los detalles de las condiciones en que se violó un derecho humano[3]. El conocimiento de la verdad es muy relevante para alcanzar una vida social armónica y el Estado de derecho. Por ello, ha sido declarado en algunas sentencias incluso como un derecho humano –aunque dicha categorización resulta sumamente debatible[4]–. Así lo ha hecho, por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en diversos fallos[5], declarando que constituye una forma de reparación, que los familiares de las víctimas de la violación de un derecho humano deben conocer lo sucedido, y que se encuentra subsumido a que los órganos del Estado esclarezcan los hechos. Asimismo, ha indicado que también las víctimas y sus familiares deben saber lo que ha pasado en un caso concreto, pues lo contrario implicaría poseer información incorrecta sobre el asunto. A su vez, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha hecho su parte en la afirmación del derecho a la verdad, y lo ha derivado de la protección contra la tortura y los tratos infamantes, así como del derecho al recurso eficaz. En el fallo Kurt contra Turquía, por ejemplo, el Tribunal de Estrasburgo determinó que las partes deben ser informadas sobre los resultados de una investigación en caso de la violación de un derecho humano[6]. La verdad y, más propiamente, su conocimiento, deben ser tutelados por todos los sistemas de protección de los derechos humanos –nacionales, regionales y universales–, y por las autoridades domésticas de todos los niveles. En ese sentido, el Poder Judicial es indispensable para defender el conocimiento de la verdad porque, indudablemente, es el órgano en el que se ha depositado la mayor confianza para la defensa democrática de los derechos humanos. Los tribunales son especialmente responsables de verificar que la verdad se conozca para evitar la repetición de las violaciones de derechos humanos, y para que a los responsables de éstas se les impongan las consecuencias que les correspondan[7]. [1] En el derecho, algunos códigos, como el Código Federal de Procedimientos Civiles, en el artículo 354, reconocen la existencia de la verdad legal, la realmente comprobada en un expediente, en contraposición a la verdad histórica. Esa distinción artificial muestra que existe una sola verdad, a pesar de que no se conozca o no pueda llegar a conocerse. En esos casos, existe lo comprobado en el expediente, pero no una dualidad de verdades. [2] En la ley también se ha reconocido el derecho a la verdad, como sucede en la fracción I del artículo 2 de la Ley General de Víctimas, que “reconoce y garantiza”, entre otros derechos, el derecho a la verdad. [3] Eso mismo ocurre, por ejemplo, con el derecho a la salud, pues en realidad existe el derecho a la protección de la salud, mas no a la salud por sí misma. [4] Es cuestionable que el conocimiento de la verdad sea realmente un derecho humano, es decir, que derive efectivamente de la dignidad humana. Desde luego, el análisis de la naturaleza del derecho al conocimiento de la verdad escapa al objeto de este blog. [5] Por citar algunos ejemplos en los casos Goiburú y otros vs. Paraguay, Masacres del Río Negro vs. Guatemala, y Zambrano Vélez vs. Ecuador. [6] Kurt vs. Turquía, sentencia, TEDH, 1998, párr. 175 y 179. [7] En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación y los Tribunales Colegiados de Circuito han dictado criterios relevantes en la materia: PRUEBA GENÉTICA EN CASOS DE DESAPARICIÓN. RESULTA CONTRARIO AL DERECHO A LA VERDAD REQUERIRLA A LA VÍCTIMA INDIRECTA COMO CONDICIÓN PARA ACCEDER A LA AVERIGUACIÓN PREVIA. [TA]; 10a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 49, Diciembre de 2017; Tomo I; Pág. 440. SUSPENSIÓN CONDICIONAL DEL PROCESO. ES FUNDADA LA OPOSICIÓN DE LA VÍCTIMA A SU PROCEDENCIA, SI EL PLAN DE LA REPARACIÓN DEL DAÑO PROPUESTO POR EL IMPUTADO Y SU DEFENSA, NO INCLUYE EL RECONOCIMIENTO Y LA ACEPTACIÓN DE LOS HECHOS DELICTIVOS, CON LA FINALIDAD DE SALVAGUARDAR SU DERECHO A CONOCER LA VERDAD Y QUE SE LE RESTITUYA SU DIGNIDAD HUMANA. [TA]; 10a. Época; T.C.C.; Gaceta S.J.F.; Libro 83, Febrero de 2021; Tomo II; Pág. 2930. Juristas de muy diversa filiación académica y épocas, entre los que se encuentran Ángela Aparisi[1], Jorge Malem Seña[2] y Ángel Ossorio y Gallardo[3], se han cuestionado sobre la dimensión ética del Derecho, así como sobre los deberes que conlleva dedicar la vida a la Ciencia Jurídica. Más en específico, otros juristas, como Ronald Dworkin[4] y Rodolfo Vigo[5], han examinado con profundidad la deontología jurídica inherente a la labor judicial. A partir de sus ideas es que reflexionaremos a continuación sobre un tema que, a pesar de ser fundamental para el ejercicio de la labor de las y los juzgadores, tiene poca o mala prensa en diversos ámbitos profesionales del Derecho.
El aún reciente final del siglo XX ha sido el recordatorio del debilitamiento del positivismo jurídico, con el simultáneo auge -o boom- de la labor judicial. A mayor abundamiento, ese entorno resultó propicio, naturalmente, para que se abandonara la rigidez de la ley y, como corolario de ello, el Poder Judicial encontrara abierta la puerta a dictar sentencias menos legalistas, más creativas y, esperablemente, más adecuadas al caso concreto. De tal forma, resultaba anticipable y deseable que las decisiones se dictaran desde la justicia, y no desde el anquilosado producto del legislador. La realización de las promesas descritas arriba puede suceder efectivamente. No obstante, como toda gran oferta, la posibilidad de que la Justicia cree el derecho se encuentra aparejada al cumplimiento de un requisito sine qua non para el correcto funcionamiento del nuevo modelo jurídico: los integrantes de los órganos jurisdiccionales, particularmente sus titulares, deben encontrarse revestidos de la autoridad moral que deriva casi exclusivamente de su formación interior. En términos simples, las autoridades judiciales tienen que ser, además de excelentes profesionales, personas éticas. ¿Es posible que una persona inmoral dicte buenas sentencias? ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?[6] ¿Cuál es el peso que tienen las virtudes al dictar una resolución judicial? ¿Qué obligaciones y qué deberes son inherentes a la labor jurisdiccional? Las respuestas que se den a tales preguntas, formuladas por los juristas enumerados al principio de este texto, son las que terminarán definiendo la existencia o carencia de la autoridad moral de un funcionario judicial. Aunque el examen de la ética debe hacerse caso por caso, es posible encontrar una nómina de cualidades, conductas y hábitos –o virtudes– que permiten calificar la ética de las autoridades jurisdiccionales. Esos catálogos, que muchas veces se encuentran plasmados en libros blancos, códigos de conducta o de ética, son reflejo de un parámetro objetivo de comportamiento que deben guardar los funcionarios judiciales. Pero, cabe preguntarse hasta ahora, ¿y por qué debería tener una autoridad jurisdiccional autoridad moral, si la ley respalda a final de cuentas sus decisiones? Pues bien, en parte porque, como se ha establecido arriba, el Poder Judicial es altamente protagónico en la actualidad y requiere legitimidad material, no solamente formal, para efectuar su labor. Pero, adicionalmente, porque el trabajo de esta rama del Estado termina incidiendo gravemente en el curso de las vidas de quienes son partes en un juicio, y resultaría altamente indeseable que una persona inmoral decidiera en uno u otro aspecto de un juicio. Esta es una magnífica oportunidad para preguntarnos a qué clase de personas se les puede conferir la noble, fundamental y delicada atribución de dictar sentencias –solamente tenemos dos opciones: de las que tienen autoridad moral o de las que no la tienen. [1] Véase el libro Ética y deontología para juristas, de la citada autora, editado por EUNSA. [2] Su artículo “¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?” es altamente polémico y provocador, y de lectura recomendable. Fue publicado en el número 24 de la revista Cuadernos de Filosofía del Derecho, del año 2001. [3] La obra El alma de la toga, de don Ángel Ossorio es necesaria en la construcción del criterio jurídico y ético de quienes estudian Derecho. Dicho libro está editado por Porrúa. [4] Son varias las obras que podrían recomendarse del profesor de Oxford, sin embargo, el concepto del Juez Hércules se presenta en el libro Law’s Empire, editado en 1986. [5] El otrora magistrado argentino ha repasado las virtudes judiciales en sus escritos, sin embargo, el principal es un libro titulado Ética y responsabilidad judicial, editado por Rubinzal-Culzoni en 2007. [6] Esa pregunta sirve como título al ya mencionado artículo del profesor Jorge Malem Seña, pero la realidad es que coincide con una preocupación de mínimo sentido común. Una de las realidades que han caracterizado a la humanidad desde sus orígenes es su permanente movilidad internacional, un indicador de la transformación social, de los Estados y regiones en que se organiza el mundo[1].
Durante el 2021, los conflictos armados, la inestabilidad política, el precario Estado de Derecho y otros fenómenos, han provocado que más de 59 millones de personas se desplazaran de manera forzosa entre diversos países, o bien, dentro de las regiones nacionales en las que viven[2]. Este hecho habla de que los migrantes y los desplazados internos son dos grupos humanos a los que se les debe dar atención prioritaria, dado su alto grado de vulnerabilidad[3], pues su situación típicamente se encuentra asociada a la pobreza y a la marginación. Este fenómeno social global debe ser atendido desde cada competencia orgánica, a nivel internacional y doméstico, para lograr la protección de los derechos humanos en juego. En lo global, informes de la Organización de las Naciones Unidas afirman que, “debido a la persistente falta de vías migratorias seguras y regulares”, existen millones de personas cuyos itinerarios resultan altamente peligrosos. Esa cifra lamentablemente se confirma porque, desde 2014, más de cincuenta mil seres humanos han fallecido en todo el mundo al migrar ilegalmente[4]. Como muestra de las rutas más peligrosas, pueden encontrarse en América Latina, por ejemplo, la del Tapón del Darién[5], o la que se realiza en el tren de carga “La Bestia” desde el sur de México[6]. Otros trayectos que son famosos por sus riesgos son los del Mediterráneo[7], así como los trazados hacia los países del Golfo Pérsico[8]. México es un país de origen, tránsito y destino de migrantes[9]. Las estadísticas del Gobierno Federal dan cuenta, por ejemplo, de que alrededor de trece millones de mexicanos migrantes vive en el exterior de nuestro país, la mayor parte de ellos en los Estados Unidos de América[10]. La necesidad de que todos los Poderes de la Unión se involucren en la protección de este grupo humano resulta evidente y urgente para garantizar diversos derechos, como el acceso a la justicia, la protección de la vida y la salud, la prohibición de la discriminación, la protección consular y la libertad personal, entre muchos otros. En específico, la labor que realiza el Poder Judicial en cada país resulta distinta en contenido y protagonismo. En nuestro país se ha reconocido la complejidad y antigüedad de la migración desde el Consejo de la Judicatura Federal[11], lo que ha llevado a incrementar la capacitación en la materia. Además, la Justicia mexicana ha elaborado protocolos de actuación en asuntos que involucren a migrantes, y confirmado la constitucionalidad de normas penales que castigan el tráfico de personas[12]. Además, ha reafirmado que la legitimidad de las facultades del órgano administrativo migratorio mexicano (el Instituto Nacional de Migración) para limitar la libertad de los extranjeros mientras se define su situación migratoria tiene que ajustarse, necesariamente, al respeto de la proporcionalidad[13]. Así pues, en el Día Internacional del Migrante, conviene reflexionar, ante los datos ofrecidos más arriba, sobre la postura de la Justicia frente a millones de personas que, en la mayoría de los casos, ponen en riesgo su integridad física y hasta su vida para viajar a un lugar que les promete mejores condiciones de desarrollo. Por ello, los integrantes del Poder Judicial están llamados a efectuar su labor siempre, y en particular en los casos donde haya migrantes involucrados, con la consideración de que las decisiones incidirán profundamente en la vida de sus semejantes que pasan por una situación de honda desventaja jurídica. La supervivencia de los derechos humanos y, en ocasiones, de los titulares de estos, dependerá, como en muchos casos más, de la realización de un esmerado trabajo jurisdiccional. [1]https://www.vatican.va/roman_curia/pontifical_councils/migrants/pom2002_88_90/rc_pc_migrants_pom88-89_negrini-1.htm [2] https://www.un.org/es/observances/migrants-day [3] Idem [4] https://www.un.org/es/observances/migrants-day [5]https://www.dw.com/es/r%C3%A9cord-de-migrantes-que-han-cruzado-en-2022-el-tap%C3%B3n-del-dari%C3%A9n-supera-el-de-una-d%C3%A9cada/a-63348131 [6] https://www.france24.com/es/20181217-bestia-migrantes-eeuu-mexico-honduras [7]https://www.france24.com/es/video/20221215-la-del-mediterr%C3%A1neo-la-ruta-m%C3%A1s-letal-para-los-migrantes-4-5 [8]https://www.iom.int/es/news/nuevo-estudio-sobre-los-etiopes-que-emigran-hacia-los-paises-del-golfo-revela-que-muchos-de-ellos-no-son-conscientes-de-los-peligros-que-los-esperan [9] Ahí viven doce millones de connacionales. Véase: http://portales.segob.gob.mx/es/PoliticaMigratoria/Panorama_de_la_migracion_en_Mexico [10] Idem [11]https://www.sitios.scjn.gob.mx/casascultura/difusion-eventos/otroseventos-2020/taller-migrantes-SinFronteras [12] Véase: Amparo Directo en Revisión 418/2022, resuelto por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. [13] MIGRANTES. PRIVACIÓN DE LA LIBERTAD EN ESTACIONES MIGRATORIAS. DEBE PRIVILEGIARSE SIEMPRE UNA MEDIDA MENOS GRAVOSA Y ESTRICTAMENTE NECESARIA PARA PROTEGER LOS BIENES JURÍDICOS FUNDAMENTALES DE LOS MIGRANTES, DE LO CONTRARIO, CONDUCIRÍA AL EJERCICIO ABUSIVO DEL PODER PUNITIVO DEL ESTADO. Tesis [A.]: IV.1o.A.11A, T.C.C., Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, Noviembre de 2022. En el blog “Prisión preventiva oficiosa: control de convencionalidad y preservación del orden constitucional”, se reflexionó sobre la oposición entre las normas de derecho internacional público y el artículo 19 de nuestra Constitución –específicamente por lo que hace a la prisión preventiva oficiosa–. En ese trabajo se concluyó que el Poder Judicial tiene el deber de satisfacer ambos órdenes normativos, evitando que el Estado mexicano incurra en responsabilidad internacional. No obstante, es cierto que el acatamiento del derecho internacional público a nivel interno es una meta que parece más fácil de decirse que de lograrse.
En la realidad cotidiana, nos encontramos con que la relación entre el derecho internacional público y el orden jurídico mexicano continúa siendo ríspida. Hasta el día de hoy, la jurisprudencia ha evitado reconocer[1], por ejemplo, que como se establece en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados es necesario cumplir e interpretar de buena fe los tratados internacionales, a pesar de lo que se ordene en el derecho interno[2]. De tal forma, nos encontramos que, a pesar de nuestras resistencias, el derecho internacional público constituye una obligación que debe asumirse con compromiso y sin opción para las excusas. Ahora bien, es imperativo reconocer que las dificultades que tiene el Estado mexicano para admitir la obligatoriedad del derecho internacional público son connaturales a la existencia de un orden normativo supranacional. Ese fenómeno, que con frecuencia ocurre en otros ámbitos –tanto a nivel americano como europeo– justifica la intervención de tribunales internacionales, competentes en diversas materias –no solamente en derechos humanos–, para que respondan si un Estado ha violado un acuerdo internacional. A la permanente tensión entre las normas internas e internacionales, debe agregarse otra aporía de la aplicación del derecho convencional: los tribunales supranacionales, al resolver los litigios que se les plantean, necesariamente avivan las desavenencias entre los Estados y el orden jurídico internacional, lo que puede provocar la profundización de los problemas comentados –como insistir en el rechazo de la obligatoriedad del derecho internacional frente al nacional– e incluso el surgimiento de otros de mayor gravedad, que oscilan entre el incumplimiento de los tratados internacionales, la denuncia de dichos acuerdos y el desacato voluntario e impune de las sentencias internacionales. El contexto comentado arriba podría llevar a determinar que, cuando los Estados partan de su derecho interno sin mirar al supranacional, incurrirán en la violación de éste. Una posición como la descrita es sumamente maniquea, pues deja a las autoridades nacionales en la condición de irredentas incumplidoras del derecho convencional, y por otro lado concibe a los órganos supranacionales como entes dotados de superioridad moral. Casi siempre, ninguno de esos extremos es plenamente realista. La conciliación de los citados puntos en tensión resulta posible, pero también sumamente necesaria, si se busca evitar que los Estados se vean tentados a abandonar –por vías legítimas o ilegítimas– el derecho internacional público. De tal forma, el control de la regularidad convencional debe hacerse respetando los límites que impone la soberanía nacional –plenamente vigente aún en el siglo XXI–, y el control de la regularidad constitucional tendrá que efectuarse con los ojos puestos en el derecho internacional público. Esto implica la realización de un control amigable de la regularidad convencional[3]. Para lograr un objetivo tan arduo como el citado, los órganos internacionales deben reconocer que el alcance de sus atribuciones se encuentra acotado formal y materialmente por el propio derecho convencional. Al mismo tiempo, el Poder Judicial a nivel interno debe reflexionar sobre cómo respetar los límites de su propia competencia, reconociendo el valor específico de cada una de las normas que está llamado a aplicar, sean éstas nacionales o convencionales. Esa es precisamente la tarea que todos los órganos jurisdiccionales mexicanos tienen ahora a su cargo. [1] La resolución de la contradicción de tesis 293/2011 y el asunto Varios 1396/2011 evadieron ese reconocimiento expreso, por ejemplo. [2] Los artículos 26, 27 y 31 de la Convención de Viena establecen, en suma: el principio pacta sunt servanda y la obligación del cumplimiento de buena fe (26), la imposibilidad de que el derecho interno prevalezca sobre el convencional (27), y el deber de interpretar el tratado de buena fe (31). [3] Para lograr la armonía de esos planos normativos también puede emplearse el margen nacional de apreciación. |
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