Una reflexión sobre la deontología jurídica y la vocación del jurista en el Día del Abogado7/12/2023 Es casi incuestionable que la vocación de quien estudia la carrera de Derecho es servir desde la justicia y contribuir a la construcción del bien común. Para ello, resulta necesario que el crecimiento del abogado sea integral desde el primer día de sus estudios profesionales, y que abarque, más allá de la fundamental instrucción en las materias técnicas, una formación seria en los valores básicos del jurista. Precisamente sobre ese proceso de desarrollo del abogado es que se busca reflexionar en este blog.
Para que llegue a un buen puerto, la preparación profesional jurídica requiere, como cualquier otro tipo de estudios profesionales, una proporcional dedicación de tiempo y esfuerzo, además de la realización de sacrificios de diversas clases. De la mano de ese camino arduo –sumamente arduo, casi siempre–, que debe recorrerse para la adquisición de conocimientos teóricos y habilidades prácticas, también es necesario que desde la etapa universitaria los estudiantes de Derecho tengan a su alcance herramientas y buenos ejemplos que los conduzcan hacia el bien, y no que, como ocurre a veces, socarronamente se les muestre solamente el camino de la chicana, con olvido de la buena práctica. Hasta aquí, se evidencia entonces que hay una dualidad de aspectos que deben instruirse a los abogados: uno, de carácter técnico, y otro, de carácter moral, que en muchas ocasiones cede frente al primero, pues se desatiende bajo la consideración de que es mejor el abogado que conoce bien la norma aplicable y su interpretación –sin interesarse por la rectitud de su comportamiento–, que aquél que opera desde el derecho y que se rige por principios éticos. Pero, precisamente por lo dicho arriba, cabe ahora preguntarnos: ¿existe diferencia entre un buen abogado y un abogado bueno? En otras palabras, la reflexión subyacente es si puede haber un buen abogado en lo técnico que no sea, sobre todo, una buena persona –y eso es algo muy importante, porque el buen abogado, para serlo, no puede ser un buen técnico del derecho y “además” ser una buena persona, sino que requiere ser, antes que otra cosa, una buena persona–. La respuesta a esas preguntas invariablemente implica acudir a la deontología jurídica, parte importante de la ética –disciplina que desde muchos años atrás ha sido objeto de estudio de múltiples autores como Aristóteles[1] y Santo Tomás de Aquino[2]–, y que en los últimos cien años ha sido discutida concretamente en lo jurídico por Ángel Ossorio y Gallardo[3], Jorge Malem Seña[4] y Ángela Aparisi[5], así como por Milagros Otero y Francisco Puy Muñoz. Así pues, la deontología jurídica, como disciplina encargada de informar cuáles son los deberes que tienen que respetarse al ejercer el Derecho, en cualquiera de sus formas –en el litigio, la consultoría, la academia y, desde luego, en la labor jurisdiccional–, enseña que los mandatos morales han de ser acatados aun cuando carecen de la obligatoriedad que caracteriza a las normas jurídicas. Esto es, aunque se trate de “simples deberes”, los principios derivados de la moral deben ser obedecidos para que la práctica jurídica resulte acorde con lo bueno. Quienes ejercemos la Ciencia Jurídica tenemos conciencia de los numerosos y profundos retos que su práctica presenta todos los días, y sabemos la honda escisión que prevalece entre lo aprendido en las aulas y lo que se hace en el foro. Esa separación, que se ve como la de dos mundos, puede y debe ser reducida mediante el ejercicio virtuoso de la profesión, desde la ética, teniendo en cuenta que la finalidad de la acción del abogado es, ante todo, lograr que prevalezca la justicia para alcanzar el bien común, y no el interés personal ilegítimo –¡del cliente o el de su abogado! –. Con esas ideas a la vista, teniendo en cuenta que desde 1960 se celebra en México el Día del Abogado –por un decreto presidencial–, y que el 12 de julio de 1533 se estableció en la Nueva España la primera cátedra de Derecho, conviene hacer una reflexión sobre dos ideas fundamentales: la primera es qué tan fieles somos aún los abogados a la vocación que nos trajo al derecho, y la segunda es de qué forma podemos contribuir a que nuestra profesión se ennoblezca y dignifique con nuestro ejemplo para las generaciones venideras. Y, por supuesto: ¡feliz Día del Abogado! [1] Una obra clásica, desde luego, es la Ética Nicomáquea, editada por Gredos. [2] El estudio de la ética de Santo Tomás de Aquino aparece, sobre todo, en la Suma Teológica, de la colección BAC. [3] Específicamente en su libro El alma de la toga, que puede encontrarse editado por Porrúa, y prologado por Roberto Ibáñez Mariel, quien fue profesor de Deontología Jurídica en diversos posgrados mexicanos. [4] En su artículo ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?, así como en otras obras como La función judicial. [5] En su obra Ética y deontología para juristas, de Porrúa.
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