El pleno desarrollo de la democracia en un Estado y la consecución de los fines perseguidos por éste depende de que, entre muchas cosas, exista una relación funcional entre los órganos que lo componen. Esa afirmación anterior es aceptable de forma general, casi dogmáticamente, pero debe ser cuestionada para definir con algún grado de precisión qué significa que las relaciones entre los órganos estatales sean funcionales.
Así pues, en este blog se reflexionará sobre cuál es la relación que debe prevalecer entre la Justicia y los otros Poderes. De forma específica, se cuestionará si la interacción del Poder Judicial con los demás debería ser amistosa, pacífica, tensa, ríspida, distante o confrontativa. Los Poderes del Estado, por su propia naturaleza y función, están llamados a desarrollar sus atribuciones con apego a las normas que los rigen, lo que necesariamente lleva a que deban trabajar sin oportunidad a aislarse en el ejercicio de una labor puramente propia. Adicionalmente, debe considerarse que el orden constitucional lleva siempre a que la posibilidad de decir la última palabra sea del Judicial, es decir, tiene en sus manos resolver en última instancia a quién le corresponde la razón según las normas jurídicas[1]. La facilidad con que se describe la función de la Justicia es notoriamente distinta al modo en que se ejerce su tarea, pues de la mano del dictado de cada sentencia viene siempre la dificultad de justificar por qué una de las partes del asunto puede vencer y la otra no. Esa labor altamente argumentativa sufre más inconvenientes cuando los contendientes son órganos del Estado o, peor, Poderes estatales. Las condiciones descritas constituyen un campo fértil para el surgimiento de conflictos entre el Judicial y los demás Poderes, puesto que la tarea de aquél es, precisamente, señalar los desaciertos en el ejercicio de la función de estos. La incomodidad que provoca, pues, una denodada, independiente[2] y acertada labor jurisdiccional, llevará indefectiblemente a que el Ejecutivo y el Legislativo, consideren que uno de sus pares, el Judicial, posee facultades de control notoriamente superiores a las de ellos. Esa realidad, que por naturaleza es inherente al trabajo judicial, puede provocar en los otros Poderes la tentación de agredir a la Justicia mediante formas institucionales y, en casos muy preocupantes, a través de formas no institucionales. La estabilidad democrática de un Estado encontrará en esas circunstancias, invariablemente, una prueba definitiva, y demostrará la fortaleza de los órganos que lo componen. Con esas ideas a la vista surge la pregunta sobre la conveniencia de que el Judicial sostenga relaciones de amistad con los demás Poderes para no verse atacada, criticada o excluida en el desarrollo de las funciones del Estado. En otras palabras, puede tenerse la sensación de que debería haber entre la Justicia y los demás órganos del Estado una relación amigable para evitar el forcejeo ya descrito. Entonces, y de forma concreta, ¿conviene que exista paz entre el Judicial y los otros Poderes? Pues bien, la relación pacífica entre ellos más que conveniente es necesaria, sin embargo, no puede desearse legítimamente que el que imparte justicia tenga como amigo o aliado a otro de los Poderes. La indispensable autonomía e independencia judiciales dependen, como es obvio, de que sus integrantes se mantengan a distancia de aquéllos a los que juzgan. Esto hace repudiable, entonces, que se pretenda que el Poder Judicial sostenga magníficas relaciones con los otros. Pero, si lo dicho arriba es cierto, ¿podría aspirarse a que las relaciones del Poder Judicial con los demás fueran de confrontación? Es normal, como se ha dicho, que exista tensión entre los Poderes, sobre todo entre el Judicial y los otros, sin embargo, debe nacer en aquél la voluntad para ejercer su labor de contrapeso respetando los ámbitos de competencia respectivos, sin llegar a excesos que puedan motivar a sus pares a confrontarse con ella. Como puede verse, ambos extremos de la relación entre el Judicial y los demás Poderes son incompatibles con el correcto ejercicio de la labor estatal. Así pues, quienes imparten justicia deben tener la conciencia de evitar caer en las provocaciones de los demás órganos. Al mismo tiempo, los funcionarios judiciales deben tener las virtudes necesarias[3], sobre todo fortaleza, para realizar su trabajo sin temor a las amenazas que vengan de otros Poderes, y deben poseer la ética suficiente para resistirse a establecer una amistad entre órganos, pues simplemente es inaceptable e imposible que ésta ocurra en una democracia. Finalmente, cabe decir que el buen trabajo judicial –bien argumentado, plenamente justificado–, hecho con autoridad moral[4] –con apego a las virtudes, no sólo con preocupación por la excelencia técnica–, y autolimitado –que no cae en el activismo–, conducirá a la construcción de relaciones de concordia con los Poderes estatales, que es el máximo posible al que puede aspirarse. No obstante, esas son algunas de las condiciones de construcción de las relaciones entre Poderes, y es necesario que desde el Judicial se reflexione mucho más al respecto. [1] Risso Ferrand, Martín, “¿Quién tiene la última palabra en temas de derechos humanos? Democracia versus aristocracia con toga”, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, año XVIII, 2012, pág. 393 [2] Chaires Zaragoza, Jorge, “La Independencia del Poder Judicial”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXXVII, núm. 110, mayo-agosto, 2004, págs. 534-536. [3] Vigo, Rodolfo Luis, “Ética judicial e interpretación jurídica”, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 29, 2006, pág. 282. [4] Al respecto, se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial.
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