La ética judicial es una disciplina que ha suscitado numerosas reflexiones en el plano doctrinal y que, de forma abstracta, puede condensarse en múltiples principios que deben regir la acción de todos los funcionarios jurisdiccionales. Naturalmente, puede estudiarse con profundidad en su perspectiva más teórica, lo que constituye un trabajo sumamente valioso, sin embargo, donde realmente se encuentra su consumación es en la práctica, es decir, en la observancia de esos deberes al impartir justicia en los casos concretos[1].
Para que la ética judicial permee en la realidad, tiene que ser vivida por quienes integran el Poder Judicial. Se trata de una tarea más fácil de decir que de cumplir, pero sin duda alguna tiene que hacerse, y que, como cualquier labor que deriva de las virtudes, debe practicarse cotidianamente, varias veces al día, para que gradualmente se desarrolle y consolide en quien la tiene a su cargo[2]. Obviamente, los buenos ejemplos en el plano de la ética resultan más o menos difíciles de hallar. Por ello, cuando se les encuentra hay que reconocerlos y evidenciarlos, para que de ese modo sirvan de guía al resto de juristas y jueces. De tal forma, conviene que en este blog se reconozca cómo el ministro Mariano Azuela Güitrón estableció un muy elevado estándar moral y técnico para muchas generaciones de jueces en el futuro. Don Mariano Azuela Güitrón fue nombrado ministro de la SCJN en 1983, y posteriormente en 1994. Luego, la presidió de 2003 a 2006, y se retiró en 2009. Esa labor le permitió comunicar su vocación de servicio judicial independiente[3], resaltando con hechos que un buen juez debe tener autoridad moral y ser, ante todo, una buena persona[4]. Sus acciones concretas como impartidor de justicia le permitieron forjar un valioso legado como defensor de la autonomía e independencia del Poder Judicial en su conjunto. Por ejemplo, se mostró y declaró “del lado de la Constitución”[5], lo que sintetiza el papel de garante del orden jurídico que deben ejercer los jueces, evitando la tentación de convertirse en protagónicos, mediáticos, activistas o, simplemente, en otros actores políticos. El ministro Azuela Güitrón sostuvo que la legalidad de las decisiones debe prevalecer sobre la popularidad de los jueces[6]. Tal afirmación da cuenta, evidentemente, de que la ética en la impartición de justicia impide conceder más de lo que corresponde al débil –para socorrerlo–, o al poderoso –para ganarse su gracia–. Sus sólidos valores hundían sus raíces en el reconocimiento de la dignidad humana como razón última de la ética judicial. Por ello, es natural que fuera un defensor de la vida y del concepto de persona, más allá de la simple idea de individuo, que claramente tiene un mucho menor calado. Así pues, Don Mariano Azuela Güitrón demostró que los juzgadores deben vivir la congruencia, un valor que consiste en la coincidencia entre las virtudes personales, ejercidas en la vida exterior al tribunal, y las necesarias para hacer un trabajo íntegro como impartidores de justicia. Todo lo anterior conduce a preguntarnos por el reemplazo generacional de la clase de jueces a la que él perteneció: competentes en la técnica, rectos según la ética y probos como personas que, efectivamente, poseen unidad de vida. Desde luego, también obliga a terminar con una reflexión ineludible: ¿qué debería hacer México para que sus jueces sigan –vivan– ejemplos como el aquí descrito? [1]Centro de Ética Judicial, Consideraciones sobre la ética judicial, pág. 5, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/consideraciones_en_torno_a_la_etica_judicial.pdf [2] Ibidem, págs. 5 y 6. [3] Azuela Güitrón, Mariano, Los Jueces frente a su independencia, SCJN, México D. F., 2009, pág. 15. [4] Véase el blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-autoridad-moral-en-la-imparticion-de-justicia. También se recomienda la lectura del ensayo “La deontología jurídica en la impartición de justicia”, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/deontologiajuridica.pdf [5] Redacción, Fallece Mariano Azuela Güitrón, exministro presidente de la Suprema Corte, a los 89 años, El Financiero, 16 de mayo de 2025, https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/2025/05/16/fallece-mariano-azuela-guitron-expresidente-de-la-scjn-a-los-89-anos/ [6] Poder Judicial del Estado de Yucatán, Legalidad debe prevalecer sobre popularidad, sostiene Azuela, Güitrón, 18 de agosto de 2011, disponible en: https://www.poderjudicialyucatan.gob.mx/?page=iblog&n=28
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Uno de los crímenes de lesa humanidad menos visibles de la actualidad es la esclavitud, que se define como “el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad”[1], así como “la privación de la libertad sufrida por una persona por estar bajo el dominio de otra que la somete a una obligación o trabajo”[2].
Otra conducta delictiva que en muchas ocasiones se apareja a la esclavitud es el trabajo forzoso, que se define como el “servicio exigido a un individuo bajo la amenaza de una pena cualquiera y para el cual dicho individuo no se ofrece voluntariamente"[3]. Cabe mencionar que, a nivel mundial –sin excepción de región, continente o país–, hay 27.6 millones de personas en situación de trabajo forzoso, de las cuales 17.3 millones se encuentran en el sector privado, 3.9 millones son víctimas de órganos estatales y 6.3 millones están sujetas a explotación sexual involuntaria[4]. Naturalmente, esos delitos constituyen violaciones de alta gravedad contra los derechos humanos y son objeto de una larga lista de tratados internacionales[5]. Al respecto, conviene traer a colación un caso reciente que provoca la reflexión sobre la autoridad moral de quienes imparten justicia. En concreto, se trata de los hechos cometidos por la otrora juez del Mecanismo Residual Internacional de los Tribunales Penales y del Tribunal Superior de Uganda, Lydia Mugambe, quien mientras estudiaba un doctorado en la Universidad de Oxford sometió a trabajo forzoso a una mujer de su mismo país[6], delito por el que se le impuso una condena de seis años de prisión[7]. La acusación fue formulada, específicamente, por haber violado las leyes británicas en materia de migración y esclavitud moderna –pues la entonces juez omitió pagar a su empleada un sueldo conforme a la ley– y por privarla de la libertad hasta que “alcanzara a pagar el costo de su viaje al Reino Unido”. La hoy condenada alegó como defensa, desde el momento de su detención, que gozaba de inmunidad diplomática y que, por eso, no podía ser procesada penalmente[8]. Los hechos mencionados dan cuenta, evidentemente, de una violación apabullante de los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Además, el caso relatado también conduce a cuestionar cuál es la verdadera vigencia de las normas que prohíben la comisión de vejaciones tan gravosas como la esclavitud. Un caso real, como el referido aquí, es un recordatorio de que en todo el mundo, y a toda hora, hay seres humanos a los que se les priva de la libertad para trabajar sin un sueldo –o por uno ilegal–, lo cual es una llamada de atención para que organismos internacionales, autoridades nacionales e, incluso, la iniciativa privada, tomen acciones firmes y efectivas contra esos infames delitos. Paralelamente, aquí debe traerse a colación una reflexión sobre la necesidad de que los jueces vivan con integridad tanto a nivel profesional como personal, en lo público y lo privado. De tal forma, este caso da la oportunidad de enfatizar que a los jueces debe exigírseles un alto grado tanto de autoridad moral como de pericia técnica, competencia profesional y capacidad intelectual. Una mujer que tenía una larga y sobresaliente trayectoria en tribunales nacionales e internacionales esclavizó a otra, vulnerable frente a ella, abandonando la autoridad moral que se le demandaba por su investidura. A la luz de esa cuestión surge el interrogante sobre qué le es exigible a alguien para que pueda ejercer la labor jurisdiccional dignamente. Pues bien, la respuesta es que debe tener vastos conocimientos sobre el derecho, naturalmente, pero también que viva congruentemente las virtudes, tanto en lo público como en lo privado. Esto es, en muy pocas palabras, que además de ser un notable jurista sea una buena persona[9]… [1] Artículo 1 de la Convención sobre la Esclavitud. [2] Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Esclavitud moderna: qué es, qué tipos existen y cómo combatirla, 16 de abril de 2024, disponible en: https://eacnur.org/es/blog/que-tipos-de-esclavitud-hay-en-el-siglo-xxi [3] Artículo 2 del Convenio sobre el Trabajo Forzoso. [4] Organización Internacional del Trabajo, Trabajo forzoso, formas modernas de esclavitud y trata de seres humanos, disponible en: https://www.ilo.org/es/temas/trabajo-forzoso-formas-modernas-de-esclavitud-y-trata-de-seres-humanos [5] Entre ellos se encuentran la Convención sobre la Esclavitud, de 1926; el protocolo por el que se Modifica la Convención sobre la Esclavitud; la Convención Suplementaria de 1956 sobre la Abolición de la Esclavitud, la Trata de Esclavos y las Instituciones y Prácticas Análogas a la Esclavitud; el Convenio de la OIT sobre el Trabajo Forzoso de 1930, el Convenio de la OIT sobre la Abolición del Trabajo Forzoso, de 1957; el Protocolo de 2014 al Convenio sobre el Trabajo Forzoso, de 1930; así como el Convenio de la OIT sobre la Protección del Salario, de 1949. Desde luego, el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional y la Declaración Universal de los Derechos Humanos son también documentos esenciales contra la esclavitud. [6] Alleged slave 'excited about the pound' - UN judge, BBC, 18 de febrero de 2025, disponible en: https://www.bbc.com/news/articles/ce301q1xn91o. [7] Sentencia disponible en: https://www.judiciary.uk/judgments/r-v-mugambe/ [8] UN judge guilty of forcing woman to work as slave, BBC, 13 de marzo de 2025, disponible en: https://www.bbc.com/news/articles/cn892zq6z43o [9] Sobre este tema se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-autoridad-moral-en-la-imparticion-de-justicia, así como del ensayo “La deontología jurídica en la impartición de justicia”, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/deontologiajuridica.pdf En este blog se comentarán dos conceptos que se confunden con mucha frecuencia en el Derecho, debido a su denominación relativamente similar, aunque su contenido es muy distinto. Se trata de los principios generales del derecho y los principios jurídicos. Los primeros sirven como pautas de interpretación de normas, mientras que los segundos son exigencias de justicia que derivan de la naturaleza humana que sirven para alcanzar la justicia y el bien común[1].
Es importante decir que en ocasiones los principios jurídicos pueden adoptar una doble dimensión y, por tanto, pueden servir simultáneamente como herramientas de interpretación jurídica y como fundamentos de derechos humanos. Precisamente, así ocurre con el interés superior del menor, cuyo vasto contenido sirve para interpretar cotidianamente diversas normas jurídicas relativas a la protección de la niñez y, a la vez, como base para sostener y argumentar la existencia, o no, de ciertos derechos fundamentales. Este principio ha sido reconocido en la Convención sobre los Derechos del Niño, que en su artículo 3 dispone que todas las instituciones públicas o privadas deberán considerarlo primordialmente en su actuación[2]. Esa disposición tiene como efecto la maximización de los derechos de los niños en todo sentido: la protección física y emocional, su desarrollo integral, así como el acceso a derechos como la educación, la protección de la salud y la tutela de la vida familiar, además de promover su participación activa, en función de su edad, en la toma de ciertas decisiones graves para su vida. Asimismo, debe mencionarse que la máxima en cuestión también se traduce en un fin legítimo al que debe orientarse el dictado de las sentencias. Por esto, debe el riesgo de que se le malinterprete y, en ocasiones, se le emplee a modo de justificación de consecuencias que, probablemente, terminan conviniendo más a los adultos que lo invocan en lugar de a los menores que les concierne el asunto. En ese sentido, aunque este principio se encuentra dirigido a garantizar la protección y el bienestar de los niños, su formulación es sumamente general, lo que convierte a su aplicación en un ejercicio altamente subjetivo. Al respecto, cabe reflexionar sobre uno de los aspectos que más polémica pueden causar en su uso jurisdiccional: ¿tiene que aplicarse para que la autoridad judicial ordene hacer lo que el niño quiera o, más bien, para que se haga lo que un adulto considera que es lo mejor? Por ejemplo, ¿cómo podría interpretársele razonablemente para declarar que una adopción es procedente?[3] O, incluso, ¿cómo podría emplearse para determinar quién ejercer la custodia o conservar la patria potestad en un asunto determinado? Pues bien, como ocurre con todos los principios, el interés superior del menor debe adoptarse mediante la argumentación jurídica, lo que implica proveer las razones que lo hacen aplicable al caso concreto. Esos motivos pueden provenir de normas positivas y la jurisprudencia, así como de los mandatos mínimos de la dignidad y el derecho natural, lo que genera un lineamiento ineludible: su correcta aplicación jamás podrá justificar efectos contrarios a la naturaleza humana o el sentido común. Hasta aquí puede verse que aunque el interés superior de la niñez implica salvaguardar derechos elementales -como vivir en un entorno seguro y saludable, participar en los procesos que los afectan, garantizar el trato equitativo, asegurar el accesos a servicios de salud, etcétera-, el interrogante más profundo radica en saber cómo aplicarlo desde el ámbito de la razonabilidad y la buena justificación, para articularlo correctamente cuando se encuentra en interacción con otros principios y derechos humanos, y evitar así el riesgo de usarlo para proteger un interés que no sea, verdaderamente, el del menor. Para ello, será indispensable la excelencia tanto en la ética profesional como en la preparación técnica de quienes lo apliquen. Solamente así podrá confiarse en que, en efecto, se realizará el interés superior del menor. [1] Se recomienda ampliamente consultar el ensayo denominado La triple dimensión de los principios en el Derecho, del Centro de Ética Judicial, disponible en https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/la_triple_dimensión_de_los_principios_en_el_derecho_.pdf [2] Convención sobre los Derechos del Niño Artículo 3. 1. En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño. (…) [3] Al respecto, véase el ensayo Adopción, a la luz del interés superior del menor, disponible en https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/adopcio%CC%81n_a_la_luz_del_intere%CC%81s_del_nin%CC%83o.pdf El empleo de la inteligencia artificial (en lo sucesivo “IA”) se ha llevado a muy diversas áreas de la vida diaria. Mediante ella se realizan tareas cotidianas que van desde el plano recreativo hasta el profesional, y su uso está haciéndose cada vez más constante, automático y hasta inconsciente.
Naturalmente, la irrupción de esa herramienta ha tenido efectos también en el plano jurídico, pues ya está utilizándose para resolver litigios y aplicar métodos alternativos de solución de controversias, así como para presentar acusaciones y hasta para proponer sentencias[1]. La relevancia que la IA tiene hasta el momento como herramienta al servicio del Derecho y la impartición de justicia es muy alta, pero indudablemente será mayor en un plazo no muy largo[2]. Frente a esa realidad, es necesario cuestionar en dónde se encuentran los límites para su implementación ética en muy diferentes ambientes. Uno de ellos, que específicamente interesa en este blog, es el referido a la invención y a las creaciones intelectuales cuando se emplea la asistencia de la IA. El debate en ese sentido resulta bastante explícito, pues enfrenta la verdadera originalidad humana con el procesamiento computarizado de datos. En ese contexto, queda a la vista un problema muy concreto: determinar a quién corresponde la titularidad de los derechos de propiedad intelectual cuando para el desarrollo de una obra se ha recurrido a la IA. De la mano de esa pregunta se acompaña otra: si existe la posibilidad –o el deber– de reconocer a esta tecnología o a sus programadores humanos algún derecho por haber participado en un proceso creativo con estas herramientas. Incluso, para mayor complicación del asunto, a esas cuestiones subyace otra, con un hondo trasfondo, que debería resolverse con antelación a las anteriores: si resulta factible y razonable considerar que a la IA se le puede atribuir algún derecho. Para contestar a esas preguntas conviene acudir a una idea integral que, a pesar de su obviedad, ha ido perdiendo visibilidad, y que por ello es necesario subrayarla: la IA es un algoritmo o sistema computacional que, a través de métodos automatizados, procesa, adquiere y produce información sin que exista en ella conciencia y, mucho menos, el requisito indispensable para la atribución de derechos: la existencia de naturaleza humana[3]. La comprensión de esa afirmación implica, pues, reconocer la imposibilidad e inadmisibilidad de otorgarle derechos. No obstante, lo más controvertido a resolver aquí es si una obra hecha mediante esta herramienta podría ser objeto de protección jurídica a través de las normas de la propiedad intelectual. En otras palabras, la cuestión a dilucidar es si el producto del trabajo humano, asistido por la IA, podría tutelarse por el derecho de propiedad intelectual o, más en específico, por los derechos de autor[4]. La solución a ese problema debe originarse, naturalmente, en dos realidades innegables: la primera de ellas es que la creatividad es una potencia exclusivamente humana; en tanto que la segunda radica en que solamente el producto de esa actividad innovadora puede ser objeto de salvaguarda jurídica. Eso lleva a concluir, lógicamente, que solamente podría protegerse el trabajo intelectual humano asistido por la IA y que las obras derivadas puramente de un sistema computacional no podrían ser objeto de dicho patrocinio[5]. Un ejemplo real que ilustra esa problemática es el criterio adoptado por un tribunal federal mexicano en el que se establece que “no puede ser registrable una obra que no sea creada por una persona física, por el hecho de que se encuentra expresamente señalado de esa forma en ley porque solamente ésta es la persona capaz de crear una obra original (requisito exigido por ley) porque para tal situación es necesaria la creatividad humana”[6]. Esa decisión resalta lo evidente: sólo un trabajo humano puede ser objeto del derecho de autor, y lleva a enfatizar que para que una obra sea tutelada de esa forma debe demostrar una intervención preponderantemente humana. Ante la necesidad imperiosa de que el Poder Judicial conozca y comprenda plenamente cómo funciona la IA, cabe hacer la reflexión de cómo lograr el conocimiento pleno de su forma de operar. Naturalmente, cabe cuestionar cómo se logrará ese proceso y si bastará con la actualización técnica de los funcionarios jurisdiccionales, o bien, si dicha tarea debe partir de un adecuado trabajo de regulación legislativa y administrativa. [1] Centro de Ética Judicial, La inteligencia artificial en la justicia, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-inteligencia-artificial-en-la-justicia [2] Centro de Ética Judicial, Los retos éticos de la impartición de justicia con “inteligencia” artificial, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_23._el_poder_judicial_y_la_ia_final.pdf [3] Fernando Galindo Ayuda, “¿Inteligencia artificial y derecho? Sí, pero, ¿cómo?”, Revista Democracia Digital e Governo Eletrônico, v. 2, n. 18, pág. 54, 2019. [4] OMPI, “Inteligencia artificial y propiedad intelectual: entrevista con Francis Gurry”, Revista de la OMPI, 20 de septiembre de 2018, disponible en https://www.wipo.int/es/web/wipo-magazine/articles/artificial-intelligence-and-intellectual-property-an-interview-with-francis-gurry-40493 [5] Andrés Guadamuz, “La inteligencia artificial y el derecho de autor”, Revista de la OMPI, 1 de octubre de 2017, disponible en https://www.wipo.int/es/web/wipo-magazine/articles/artificial-intelligence-and-copyright-40141 [6] DERECHOS DE AUTOR. LAS OBRAS CREADAS POR INTELIGENCIA ARTIFICIAL, NO SON SUJETAS DE PROTECCIÓN DE CONFORMIDAD CON LA LEY FEDERAL DEL DERECHO DE AUTOR. R.T.F.J.A. Novena Época. Año III. No. 36. Diciembre 2024. p. 388. Disponible en: https://www.tfja.gob.mx/cesmdfa/sctj/tesis-pdf-detalle/47734/ La verdadera vigencia de los derechos humanos de los migrantes: ¿responsabilidad única o compartida?2/27/2025 Uno de los fenómenos de alcance mundial más visibles en la actualidad es la migración humana, que ocurre en todas las regiones del planeta, en diferentes direcciones y rutas, por múltiples razones y para alcanzar fines distintos que, en general, pueden resumirse en la búsqueda de mejores condiciones para vivir. En ese sentido, y como se analizó en otro blog del Centro de Ética Judicial[1], los movimientos migratorios deben ser atendidos por órganos de diversos niveles competenciales.
Así pues, aquí se pondrá acento, en primer lugar, en una clase de migración que resulta sumamente grave y precaria, casi deshumanizante: la ilegal. Asimismo, en segundo lugar, se enfatizará que los países de envío[2] deben asumir la responsabilidad originaria que les corresponde: proveer las condiciones que permitan el desarrollo pleno de sus ciudadanos. La migración legal da cuenta de un ejercicio legítimo de la libertad para desplazarse de un Estado a otro, mediando la autorización del país receptor[3]. Hasta cierto punto, aquélla escapa a la mayoría de las complicaciones burocráticas y a gran parte de los riesgos que conlleva la ilegal, por ello, es esta última la que debería evitarse, y las personas que incurren en ella son quienes merecen una defensa acentuada de sus derechos. De tal forma, y aunque resulte obvio que la tutela definitiva de los derechos de los migrantes termina estando especialmente en manos de los órganos judiciales de los países de tránsito y destino[4], es necesario subrayar un hecho evidente, muchas veces ignorado u omitido –intencionalmente, por conveniencia o corrección política, o por accidente–: los derechos de los migrantes deberían ser tutelados por los países de origen, antes que por los receptores. Naturalmente, más allá de la polémica que puedan causar afirmaciones como las anteriores, y a pesar de que la protección de los migrantes sea una materia que debe coordinarse transnacionalmente, es justo apuntar que el tránsito ilegal de personas se disminuiría si se resolvieran los problemas subyacentes en los Estados de origen. Desde luego, y ante las altas improbabilidades de que eso suceda en el corto plazo, también resulta necesaria la participación de órganos internacionales a fin de que se garanticen, mínimamente, los derechos humanos de quienes cruzan numerosas fronteras ilegalmente. En ese orden de ideas, puede verse que también los países receptores tienen una responsabilidad subsidiaria en la protección de los derechos humanos de este grupo vulnerable[5]. Eso implica que la ilegalidad de la migración no es una justificación para el maltrato, el tráfico o la vejación de las personas, por lo que siempre se deberá proveer la máxima tutela posible a los derechos humanos aun cuando la entrada y estancia de sus titulares se haya hecho contra la ley[6]. Al respecto, un ejemplo de las obligaciones de los países receptores es que no pueden tipificar como delito la entrada ilegal a su territorio –de hecho, no hay pruebas empíricas de que esa forma de regulación reduzca la migración irregular–. Entonces, ¿a quién le corresponde lograr la verdadera vigencia de los derechos de los migrantes? Pues bien, se trata de un asunto cuya competencia comparten numerosos protagonistas, unos originarios y otros subsidiarios, pero es claro que para resolver la migración ilegal desde la raíz es necesario que los países que la provocan pongan orden en su interior. Y, por último, pero no menos importante, se debe enfatizar la necesidad de humanizar la visión que existe en los países receptores sobre la migración irregular para que se salvaguarden, efectivamente, los derechos en juego. [1] Centro de Ética Judicial, La migración: una problemática que compete al Poder Judicial, 18 de diciembre de 2022, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-migracion-una-problematica-que-compete-al-poder-judicial [2] Un “país de envío” es el del que sale una persona para establecerse en otro, sea en forma permanente o temporal. Véase: Organización Internacional para las Migraciones, Glosario sobre Migración, OIM, 2006, pág. 50; disponible en https://www.corteidh.or.cr/sitios/observaciones/11/anexo4.pdf [3] Se trata del país de destino o tercer país que recibe a una persona. En el caso del retorno o repatriación, también se considera país receptor al país de origen. Es también aquel que, por decisión ejecutiva, ministerial o parlamentaria, ha aceptado recibir anualmente un cupo de refugiados o de migrantes. Véase: Organización Internacional para las Migraciones, op. cit. págs. 50-51. [4] Véase: Centro de Ética Judicial, La migración: una problemática que compete al Poder Judicial, op. cit. passim. [5] Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Migration and human rights. Improving human rights-based governance of international migration, s. d., pág. 25, disponible en inglés https://www.ohchr.org/sites/default/files/Documents/Issues/Migration/MigrationHR_improvingHR_Report.pdf [6] Véase. Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, Consejo de Derechos Humanos, Informe del Relator Especial sobre los Derechos Humanos de los Migrantes, 2 de abril de 2012, párrafos 13 y 14, François Crépeau https://www.ohchr.org/sites/default/files/Documents/HRBodies/HRCouncil/RegularSession/Session20/A-HRC-20-24_sp.pdf En México, el 4 de noviembre inició el proceso de evaluación y selección de candidatos para la elección extraordinaria de personas juzgadoras, que se llevará a cabo el 1 junio de 2025[1], este tendrá como resultado la renovación de 881 cargos en el Poder Judicial de la Federación. A la fecha, existen aproximadamente 15,539 aspirantes a candidatos que, de acuerdo con los comités de evaluación de los tres Poderes, cumplen con los requisitos de elegibilidad.
Ahora bien, conviene cuestionar si es suficiente que los participantes reúnan únicamente dichos requisitos para efectivamente alcanzar los objetivos que pretendidamente tiene la reforma en cuestión: eliminar el distanciamiento entre la sociedad y las autoridades judiciales, aumentar la credibilidad y legitimación de sus decisiones y eliminar el nepotismo, el tráfico de influencias y ciertos abusos. Como puede verse, para lograr un cambio real en la impartición de justicia en nuestro país, y con ello aumentar la confianza que la ciudadanía tiene respecto de los funcionarios jurisdiccionales, es fundamental que también se analice la idoneidad de los respectivos perfiles desde la perspectiva ética, específicamente para verificar si estas personas, a lo largo de su práctica profesional se han comportado a la altura de estos estándares o, al revés, adolecen de defectos acusables. En ese sentido, aquellos candidatos que posean no solo los conocimientos técnicos necesarios, sino también las cualidades personales que reflejen su conciencia ética[2], es decir, que reúnan tanto las capacidades jurídicas como las virtudes éticas que les sirvan de guía en el desempeño de su labor, serán los ciertamente idóneos para ejercer las altas responsabilidades que se les conferirán, como lo adelantó Javier Saldaña Serrano[3]. Así pues, resulta claro que las virtudes judiciales[4], entendidas como una serie de hábitos que forman el carácter del juzgador y lo encaminan a la excelencia[5], constituyen un marco de referencia en el correcto ejercicio de la práctica jurisdiccional. En conexión con lo anterior surgen las siguientes preguntas: ¿cómo se demuestra que se practican estas virtudes?, ¿cómo podrían las autoridades competentes tener la certeza de que los candidatos a juzgadores poseen ese bagaje ético que legitimará sus actuaciones? Pues bien, como respuesta a ellas, el Comité de Evaluación del Poder Judicial estableció un sitio web para aportar pruebas sobre la honestidad, la buena reputación o la fama pública de los aspirantes, mismas que serían analizadas por dicho comité durante la evaluación de la idoneidad de las personas elegibles. No obstante, la realidad y el sentido común evidencian que ese procedimiento no alcanza, efectivamente, para satisfacer la grave necesidad de confirmar que una persona se encuentre calificada moralmente[6] para el ejercicio de ese cargo. Entonces ante el conjunto de ideas escritas hasta el momento, surge la necesidad de reflexionar sobre la alta responsabilidad que recae en los propios candidatos de hacer un examen personal de conciencia sobre su elegibilidad, y una vez que asuman el cargo, considerar la trascendencia que implicará poseer muy altos estándares éticos que les permitan sostener su compromiso con la justicia. [1] En cumplimiento a lo dispuesto en la reforma judicial publicada en el Diario Oficial de la Federación el 15 de septiembre de 2024, disponible en: https://dof.gob.mx/nota_detalle.php?codigo=5738985&fecha=15/09/2024#gsc.tab=0 [2] Se recomienda la lectura del blog “¿Quién debería ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación?”, publicado por el Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/quien-deberia-ser-ministro-de-la-suprema-corte-de-justicia-de-la-nacion [3] Saldaña Serrano, Javier, ensayo “Las virtudes judiciales una referencia antigua de permanente actualidad”, en el libro “Razones para decidir. Ensayos como referente en la labor jurisdiccional”, segunda parte, Tirant lo blanch, México, 2020, p. 41. [4] Tales como la prudencia, la justicia, la fortaleza, la templanza, la diligencia, la honestidad, y la humildad, entre otras. Para ahondar en el contenido de algunas de estas se recomienda la lectura del ensayo “Consideraciones sobre la ética judicial”, del Centro de Ética Judicial, disponible en: https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/consideraciones_en_torno_a_la_etica_judicial.pdf [5] El Código de Ética del Poder Judicial de la Federación en su capítulo V, define a la excelencia judicial como la suma de una serie de virtudes judiciales que deben perfeccionar los impartidores de justicia, durante el ejercicio de su función. [6] Se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-autoridad-moral-en-la-imparticion-de-justicia, así como del ensayo “La deontología jurídica en la impartición de justicia”, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/deontologiajuridica.pdf El trabajo ha sido un objeto de muchas reflexiones y estudios de diferentes ciencias. Específicamente, en el derecho, se asume como una relación en la que existe subordinación a las instrucciones dadas por el patrón, entre las cuales se encuentra uno de los aspectos más polémicos de las relaciones jurídicas laborales: el horario en que se deben cumplir las obligaciones derivadas del contrato.
Precisamente, el 7 de junio de 2024 se publicó en el Diario Oficial de la Federación una reforma aplicada a la fracción IV del artículo 21 de la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos (en lo sucesivo “Ley contra la Trata de Personas”). La reforma en cita fue sumamente significativa, pues tipificó como delito someter a una persona “a jornadas de trabajo por encima de lo establecido en la ‘ley’”[1], sin que el texto de la Ley contra la Trata de Personas remitiera a la Ley Federal del Trabajo –es más, el artículo 4, fracción II, de la Ley contra la Trata de Personas, establece que la expresión “la Ley” hace referencia a ella misma, y no a otra[2]–. Ahora bien, es necesario reparar que el encabezado del artículo en cuestión establece que el delito existe cuando “una persona obtiene, directa o indirectamente, beneficio injustificable, económico o de otra índole, de manera ilícita, mediante el trabajo ajeno”. Es necesario preguntarse si, en su aplicación real y concreta, esta norma colmaría efectivamente el requisito de taxatividad de las normas penales, pues diversos elementos típicos –especialmente “beneficio injustificable”– resultan sumamente amplios. Asimismo, la expresión “de manera ilícita” deja ver que, al parecer, los casos en que se extienda la jornada laboral derivada de un contrato, más allá de lo diga “la ley” –piénsese en la Ley Federal del Trabajo–, quedarían fuera de la aplicación de la norma (o bien, si no fuera ese el significado correcto de la expresión “de manera ilícita”, ¿cuál sería?). En lo que respecta al fondo de la reforma, conviene tener en cuenta que la legislación laboral permite que entre varias jornadas, la máxima no podrá exceder de 48 horas[3]. Asimismo, dispone que el tiempo obligado de trabajo se prolongue por circunstancias extraordinarias, esporádicamente, sin que pueda exceder de 3 horas diarias, ni de 3 veces en una semana[4]. La misma Ley Federal del Trabajo prevé que ante el incumplimiento de la obligación de respetar los límites máximos de horas en las distintas jornadas laborales se sancione económicamente al trabajador. No obstante, más allá de analizar la difícil aplicabilidad y la cuestionable técnica legislativa empleada para elaborar la nueva norma, también es necesario reparar en que esta reforma ha provocado debate[5] sobre los riesgos[6] que podrían traer consigo la aplicación o intentos de persecución del delito de explotación laboral considerando como una forma de dicha práctica solicitar a un empleado que trabaje más allá de lo permitido en la ley. Desde luego, es ineludible reconocer que en México sigue siendo constante la trata de personas con fines de explotación laboral. A pesar de los avances legislativos y las reformas en el marco normativo, en 2020 se identificó un incremento en esta forma de violación de derechos humanos[7]. Finalmente, es pertinente evaluar si puede existir un balance entre la necesaria aplicación de esfuerzos para impedir la explotación laboral y el adecuado desenvolvimiento de las relaciones laborales. La reflexión obligada tiene que recaer en cuál será el papel del Poder Judicial en la modulación de las obligaciones que existen entre patrones y trabajadores, así como en la aplicación de una norma que, desde su redacción, provoca serias dudas para interpretarla correctamente. [1] Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos Artículo 21. Será sancionado con pena de 3 a 10 años de prisión, y de 5 mil a 50 mil días multa, quien explote laboralmente a una o más personas. Existe explotación laboral cuando una persona obtiene, directa o indirectamente, beneficio injustificable, económico o de otra índole, de manera ilícita, mediante el trabajo ajeno, sometiendo a la persona a prácticas que atenten contra su dignidad, tales como: I. Condiciones peligrosas o insalubres, sin las protecciones necesarias de acuerdo a la legislación laboral o las normas existentes para el desarrollo de una actividad o industria; II. Existencia de una manifiesta desproporción entre la cantidad de trabajo realizado y el pago efectuado por ello, o III. Salario por debajo de lo legalmente establecido. IV. Jornadas de trabajo por encima de lo estipulado por la Ley. [2] Artículo 4o. Para los efectos de la presente Ley se entenderá por: […] II. La Ley: La Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos. […] [3] Conforme lo dispuesto en el artículo 61 de la Ley Federal del Trabajo [4] Conforme lo dispuesto en el artículo 66 de la Ley Federal del Trabajo. [5] Requena, Carlos, Explotación laboral ¿criminalizar jornadas de trabajo ilegales?, disponible en: https://www.carlosrequena.mx/derecho-reservado/explotacion-laboral-criminalizar-jornadas-de-trabajo/ [6] Chacón, William, Reforma vs explotación laboral implica riesgos, CUARTO PODER. 17 de julio de 2024, disponible en https://www.cuartopoder.mx/chiapas/reforma-vs-explotacion-laboral-implica-riesgos/498684 [7] De 31.8% frente a un 5.8% en 2019. Informe 2019-2020 de la Comisión Intersecretarial para Prevenir, Sancionar y Erradicar los delitos en Materia de Trata de Personas, p. 105. Durante las últimas décadas, el concepto factor humano se ha consolidado en la terminología de la administración organizacional. Se trata de una idea compleja e importante, referida al peso de la individualidad y la interacción personal en el éxito –o fracaso– de una institución determinada[1]. Aparejada a la noción del factor humano, se encuentra la prudencia, una virtud que ayuda a elegir y perseguir buenos fines, y que, en general, sirve para distinguir el bien del mal[2].
Si la prudencia se construye correctamente, el quehacer de los integrantes de una colectividad será más productivo y conllevará menos dificultades prácticas[3]. Su aplicación en el plano del Derecho es fundamental, sobre todo, en el dictado de las sentencias. Dicha virtud, que sólo puede encontrarse en la naturaleza humana, es el punto de partida para las innumerables decisiones que toma el Poder Judicial. Ante ello, las resoluciones dictadas por un tribunal nacen, o deben nacer, en un ejercicio prudencial que sólo puede ser efectuado por un humano. Tomando eso en consideración, ¿sería posible que la respuesta a un problema jurídico se originara en alguna fuente distinta a la razón humana? Y, derivado de ese cuestionamiento, ¿convendría que la solución de un litigio se dictara sin la evaluación prudencial y se dejara “en manos” de una computadora? Para responder a tales interrogantes, hay que mencionar que desde hace algunos años se ha experimentado con programas de inteligencia artificial que analizan asuntos y dictan sentencias[4]. En China[5], Estonia[6] e Israel[7] se ha “confiado” a sistemas computacionales la determinación de a quién corresponde la razón en asuntos específicos que, normalmente, son de baja cuantía. El uso judicial de la inteligencia artificial en dichos países se ha dirigido a analizar o cotejar pruebas, revisar precedentes legales, tomar declaraciones de las partes, recabar testimonios y conducir el juicio en lo referente a las objeciones de los contendientes. Es necesario destacar la diferencia entre usar las computadoras como simples herramientas para dictar sentencias y permitir que tales máquinas se conviertan en la fuente única de la decisión. En efecto, desde hace décadas, se usan algoritmos para encontrar argumentos que justifiquen la resolución, pues no alcanzan a incidir en el fondo de la decisión que debe tomarse desde la prudencia, sin embargo, sería notoriamente inconveniente que el asunto fuera “conocido” por la inteligencia artificial, que por su propia naturaleza se encuentra impedida para analizar y resolver una litis con justicia, prudencia y humanidad. Así, por poner un ejemplo, la Corte Constitucional Colombiana, en su sentencia T-323-2024, ha subrayado la necesidad de que el Consejo Superior de la Judicatura de dicho país emita guías claras sobre el uso de las computadoras, y en la que ordenó que la inteligencia artificial no sustituya a los humanos en el trabajo jurisdiccional[8]. Al respecto, hay que decir que, incluso en ámbitos técnicos exactos –en las que hay poco o nulo margen para la opinión–, las computadoras también pueden “elegir” equivocadamente[9], por lo que deben ser supervisadas por operadores humanos –que, es verdad, también pueden cometer muchos errores[10]. Como puede verse, la cuestión sobre dejar la labor judicial en manos de humanos o computadoras –robots, como se ha puesto de moda llamarlas– será objeto de un debate que ganará intensidad y seriedad en muy pocos años. Y la respuesta a ese problema debería pasar no solamente por responder quién –o qué– lo puede hacer más rápido o “sin equivocarse”, sino quién lo puede hacer mejor, con prudencia y orientación a lo justo. Finalmente, y en conexión con todo lo anterior, se debe reflexionar sobre cuál será el papel del Poder Judicial en la conformación y delimitación de las “competencias” o funciones” de las computadoras en el trabajo de los tribunales, y cuál será la postura que asumirá respecto de su reemplazo por máquinas. [1] García de Hurtado, María C. y Leal, Martín, “Evolución histórica del factor humano en las organizaciones: de recurso humano a capital intelectual”, Omnia Año 14, No. 3, 2008, pp. 144 a 146, disponible en: https://www.redalyc.org/pdf/737/73711121008.pdf [2] Castillo González, Leonel, La prudencia, Ciudad de México, Editorial TEPJF, 2019, págs. 19 a 26. [3] Por ello, es necesario aumentar la prudencia dentro de una colectividad, y de ese modo reducir la posibilidad de que el factor humano provoque problemas para alcanzar los fines de un órgano o grupo de personas. [4] Las cursivas aluden a la imposibilidad de afirmar, tajantemente, que una computadora tenga la competencia para dictar verdaderamente una sentencia. [5] Zhabina, Alena, “Cortes chinas ya resuelven casos con inteligencia artificial”, DW, 20 de enero de 2023, https://www.dw.com/es/las-cortes-de-china-ya-utilizan-inteligencia-artificial-para-resolver-casos/a-64471873 [6] Redacción, “Estonia se prepara para tener ‘jueces robot’ basados en inteligencia artificial”, GTT, 21 de junio de 2019, disponible en: https://www.gtt.es/boletinjuridico/estonia-se-prepara-para-tener-jueces-robot-basados-en-inteligencia-artificial/ [7] Rodríguez García, Elías, “La Inteligencia Artificial ha vuelto a ganar a los abogados en leyes”, EL ESPAÑOL,13 de abril de 2018, disponible en https://www.elespanol.com/omicrono/tecnologia/20180413/inteligencia-artificial-vuelto-ganar-abogados-leyes/299471471_0.html [8] Al respecto, véase: Corte Constitucional de Colombia, sentencia T-323-2024, párrafo 424, entre otros, y punto resolutivo cuarto, disponible en: www.corteconstitucional.gov.co/relatoria/2024/T-323-24.htm [9] Como sucede cuando el software de una aeronave termina por estrellarla. [10] Así pasa cuando los pilotos emplean equivocadamente los sistemas de navegación de un avión. Las noticias sobre tiroteos y tragedias ocurridas a causa del uso de armas de fuego se suceden continuamente en los medios de comunicación. Tales incidentes, que no son propios de un solo país, tienen un factor común: los responsables cometieron los ataques con herramientas letales –hechas para matar–. A la par de esa idea, resulta obvio que si los perpetradores no hubieran tenido acceso a esa clase de instrumentos, entonces los hechos –la pérdida de vidas humanas– no hubieran ocurrido.
Conviene aludir varias estadísticas inquietantes sobre la violencia derivada del uso de armas de fuego. Una de ellas es que el 70% de las muertes no naturales en México son provocadas con armas de fuego[1], es decir, se trata de una causa que supera a cualquier otra, como los accidentes de tránsito. Recuentos adicionales, pero de carácter internacional, son que “el 71% de todos los homicidios cometidos en el mundo conllevan violencia con armas de fuego”[2]. Ante ese escenario, parecería que la realidad comprueba la inconveniencia de permitir que el acceso a las armas de fuego sea universal y, simultáneamente, se aprecia que solamente deberían ser empleadas por las autoridades del Estado y fuerzas de seguridad privadas en un marco de estrecha regulación, como sucede en casi todos los países europeos. Lo contrario, esto es, la tenencia indiscriminada de pistolas, rifles, fusiles, escopetas, ametralladoras, etcétera, llevarían a un escenario indeseable en el que tales herramientas fueran empleadas para provocar muy diversos males, y no para propiciar un bien. Pues bien, frente a los datos duros y al sentido común, hay quienes pretenden que los civiles tengamos un acceso cada vez más amplio a las armas de fuego, fomentando la legalización de su posesión y portación –como se propone en la iniciativa de reforma de la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, para que campesinos y ejidatarios puedan poseer, portar y usar armas para la defensa de sus bienes–. Al respecto, cabe preguntarse si esto conviene realmente y, si la promoción de la “certeza jurídica” para la tenencia de armas como las mencionadas no se convertirá, más bien, en una medida que provocará la certeza de vivir en un entorno más peligroso. Es verdad, hay que reconocerlo, que la Constitución mexicana[3] –y otras en el mundo, como la de Estados Unidos de América– prevén que sus habitantes podrán poseer armas, sin embargo, por más que esa regulación tenga nivel constitucional, vale la pena reflexionar si realmente es posible considerar la existencia de un “derecho a poseer, portar y, claro, usar armas de fuego”, si a fin de cuentas el Estado tiene como una de sus principales funciones garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Entonces, ¿por qué armar a quienes se encuentran tutelados en sus personas y sus bienes por el Estado? Y, de la mano de esa pregunta, hay que reflexionar si un Estado que permite a sus ciudadanos tener armas está reconociendo, al menos de forma tácita, que ha fracasado en una de sus principales misiones. Es importante decir que, más allá de las experiencias ajenas y desconcertantes vividas en otros países respecto del uso de las armas de fuego por civiles, en México es necesario tender al gradual y urgente desarme de sus ciudadanos, no al revés, para evitar tragedias de toda índole causadas por el uso de las armas en cuestión, y para avanzar hacia la consolidación del Estado de derecho, reservando el ejercicio de la fuerza a los agentes de la autoridad. Como corresponde siempre ante una reforma, es necesario analizar críticamente qué deseamos como mexicanos, y para este caso en particular hay que recordar que, incluso desde la estadística, somos gente pacífica a la que no le gustan la violencia ni las armas[4]. Así pues, lo que toca al Poder Legislativo es impedir la aprobación de la iniciativa mencionada. El Poder Judicial, si llegara a darse el caso concreto, deberá verificar la coincidencia de diversos bienes jurídicos tutelados en una ley como esa, frente a otros valores –como la paz, la seguridad, la integridad física, entre otros–, ¿cuál tendría que elegir? De fondo, puede verse, la Justicia tendrá nuevamente en sus manos la posibilidad de proteger a la sociedad y exigir a las demás ramas del Estado que cumplan su labor. [1] Ortiz, Alexis, AMLO envía a diputados iniciativa sobre portación y control de armas, ANIMAL POLÍITICO, 18 de septiembre de 2024, disponible en https://animalpolitico.com/politica/amlo-iniciativa-armas-fuego [2] Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Comunicado de prensa núm. 460/24, 1 de agosto de 2024, disponible en: https://www.inegi.org.mx/contenidos/saladeprensa/boletines/2024/DH/DH2023_Ene-dic.pdf [3] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 10. Los habitantes de los Estados Unidos Mexicanos tienen derecho a poseer armas en su domicilio, para su seguridad y legítima defensa, con excepción de las prohibidas por la Ley Federal y de las reservadas para el uso exclusivo de la Fuerza Armada permanente y los cuerpos de reserva. La ley federal determinará las condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas. [4] Bahena, Jimena, 96% de mexicanos no tiene armas de fuego ni les gusta la violencia, CÁMARA, PERIODISMO LEGISLATIVO, 22 de marzo de 2022, disponible en https://comunicacionsocial.diputados.gob.mx/revista/index.php/a-profundidad/96-de-mexicanos-no-tiene-armas-de-fuego-ni-les-gusta-la-violenci La progresividad de los derechos humanos en la vida cotidiana: la aplicación de la prueba PISA8/30/2024 Hay dos muy importantes principios que rigen la interpretación de los derechos humanos y que, con mucha frecuencia, son entendidos equivocadamente en su alcance y concepto, a pesar de que su empleo es necesario para la solución de innumerables asuntos. Se trata de la progresividad y la no regresividad en la aplicación de las normas sobre derechos fundamentales, que se han analizado previamente en diversos trabajos del Centro de Ética Judicial[1].
Como advertencia general, es necesario subrayar que los principios mencionados son diferentes entre sí, y por ello no deben considerarse sinónimos. Resumidamente, puede decirse que mientras el principio de progresividad se refiere a la obligación de siempre lograr la mayor protección de los derechos, el de no regresividad implica la prohibición de disminuir la tutela de un derecho en el tiempo, esto es, impedir que el derecho en cuestión quede regulado con las restricciones materiales de una época anterior. Los comentarios anteriores deben llevar a una conclusión parcial muy importante: la progresividad y la no regresividad de los derechos humanos no conllevan la posibilidad de “crear” o “inventar” derechos humanos, sino únicamente la consecuencia de que los derechos se hagan efectivos en la práctica con cada vez mayor alcance y rigor. De tal forma, se puede mencionar, por ejemplo, que ante un derecho como la educación, los tribunales deberán asumir el deber de garantizar su protección sin permitir que ésta se retrotraiga. Precisamente, este blog tiene la finalidad de evidenciar cómo puede aplicarse este principio al ejercicio del derecho a la educación de calidad, que resulta controvertido, entre otras cosas, por el modo de concebirse y regularse en el tiempo[2], así como por la acusación de que el Poder Judicial ha tenido, supuestamente, un papel reducido en su consolidación y tutela[3], aunque haya casos que evidencian lo contrario[4]. Al respecto, y como ilustración del dinámico involucramiento de este Poder en la conformación de del derecho en cita a partir del principio de progresividad, se puede traer a colación una sentencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación[5] que ordenó al Poder Ejecutivo la aplicación de la prueba PISA en 2025. Este paradigmático fallo tiene como consecuencia directa que, mediante la presentación de dicho examen, se verifique y demuestre la calidad de la enseñanza de los estudiantes de quince años de edad[6], y es evidencia de que las decisiones judiciales inciden verdaderamente en la vida cotidiana de toda la sociedad mexicana. En concreto, y tomando como referente la determinación mencionada arriba, puede hacerse un ejercicio de reflexión sobre la importancia del trabajo de la Justicia en el caso aludido: ¿qué pasaría si no se hubiese ordenado la aplicación de esa prueba? Incluso, podría irse más lejos para resaltar que la labor de ese órgano tiene trascendencia no sólo en el presente, sino el futuro inmediato y lejano del país, considerando que la evaluación PISA lleva a conocer el nivel educativo y, de esa forma, a tomar las medidas necesarias para mejorarlo y asegurar su avance sin retrocesos. Este asunto es un grato ejemplo de cómo los conceptos teóricos se llevan a la práctica para contribuir al perfeccionamiento gradual de la vida social. Además, ilustra el compromiso que el Poder Judicial ha tenido con el goce efectivo de los derechos humanos y, de fondo, con el mejoramiento de la educación, pues aplicó el principio de progresividad para garantizar el disfrute de ese derecho buscando aumentar la calidad con que se presta. Lo anterior lleva a ser tajantes: la actividad del Poder Judicial de la Federación en este asunto ha sido contundente para demostrar que la educación pública debe prestarse con mayor calidad. Eso conduce a reflexionar sobre la importancia que tiene aplicar correctamente el principio de progresividad sin malinterpretarlo y sin aprovecharlo como justificación para “crear” derechos. [1] Se recomienda consultar las siguientes publicaciones del Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/interpretacion-del-principio-de-progresividad-de-los-derechos-humanos y https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_8._principio_progresividad_.pdf [2] Barba Casillas, José Bonifacio, “La construcción del derecho a la educación en México”, Perfiles Educativos, vol. XLI, núm. 166, 2019, pp. 168-176. [3] Esa es una opinión que se tenía en 2015, como puede leerse en: https://educacion.nexos.com.mx/el-todavia-reducido-papel-del-poder-judicial-federal-en-la-definicion-de-politica-educativa-en-mexico/ [4] Sobre el derecho a la educación se sugiere la lectura del blog Una reflexión sobre la labor del Poder Judicial en el Día de la Educación, en: https://www.centroeticajudicial.org/blog/una-reflexion-sobre-la-labor-del-poder-judicial-en-el-dia-de-la-educacion [5] Véanse: https://animalpolitico.com/sociedad/poder-judicial-sep-prueba-pisa-2025-mexico y https://mvsnoticias.com/nacional/2024/6/6/poder-judicial-ordena-garantizar-la-prueba-pisa-en-mexico-en-2025-642732.html [6] Esta prueba, cuyo nombre oficial es Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes, por sus siglas en inglés, parte de la coordinación con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), y mide las habilidades y conocimientos de los estudiantes de quince años en materia de Lectura, Ciencias y Matemáticas. Para conocer mejor esta prueba, se recomienda consultar el sitio respectivo en: https://www.inee.edu.mx/evaluaciones/pisa/, así como la página https://www.inee.edu.mx/evaluaciones/pisa/para-saber-mas-de-pisa/, vínculos que remiten al archivo histórico del otrora Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación. La libertad religiosa constituye un derecho humano cuyo núcleo es de difícil regulación. La inadecuada delimitación de esa forma de libertad puede originar numerosos aprietos al Estado que la realice y, desde luego, provocará la violación de un valor jurídico fundamental para la consecución del bien común.
La libertad religiosa -o de culto, como también suele denominársele- implica la posibilidad de asumir la existencia de un ser supremo y un sistema de creencias[1]. Asimismo, incluye la posibilidad de manifestar en público o en privado la posición asumida por una persona frente a esa realidad. Desde luego, a nivel institucional también contiene la facultad de organizarse en grupos cuyos integrantes posean las mismas creencias, o bien, intereses espirituales que tengan como esencia el ejercicio de una determinada fe[2]. Como cualquier otro derecho, el aquí comentado tiene que realizarse permitiendo la consecución de otros bienes jurídicos, que pueden ser derechos humanos o principios constitucionales que protegen intereses públicos. Hablando de la libertad de culto, puede mencionarse, por ejemplo, el deber que tiene el Estado de mantener la laicidad a nivel público, sin promover o imponer una determinada creencia o práctica espiritual, fe o religión, ni la obligación de abandonar alguna de ellas –pues tales extremos implicarían la violación de este derecho[3]–. Del párrafo anterior puede desprenderse que el ejercicio del derecho humano a la libertad religiosa debe analizarse a la luz de otros, como la privacidad, y también que debe contrastarse con el cumplimiento de objetivos o bienes constitucionales, como el principio del Estado laico. De esa forma es visible que los derechos humanos se interrelacionan y se ejercen armónicamente, en función de lo que se establece en la ley, la Constitución y los tratados internacionales, y con base en lo que decida el Poder Judicial. Con ese contexto a la vista, conviene comentar a modo de ilustración un asunto recientemente resuelto por un Tribunal Colegiado de Circuito que, en síntesis, confirmó la sentencia de amparo dictada por un Juzgado contra una resolución del Instituto Nacional de Acceso a la Información (en lo sucesivo INAI) en la que se exigía modificar un documento eclesiástico correspondiente a un hombre que se comenzó a autoidentificar como mujer. Ambos órganos judiciales argumentaron que la actuación del INAI resultó inconstitucional pues transgredió la libertad religiosa de las autoridades eclesiásticas a las que se les había ordenado la modificación del nombre de la persona en el documento en cuestión. Además, en el fallo se hizo hincapié en que la aplicación de la ley en materia de protección de datos reveló que las normas omitían proteger la libertad de culto y la autonomía de las organizaciones religiosas, dando una preferencia indebida a la posibilidad de modificar los datos personales a petición del interesado. En ese mismo orden de ideas, el Tribunal Colegiado de Circuito expresó que la actuación del INAI conllevaba la violación del principio constitucional de separación entre la Iglesia y el Estado, es decir, que además de violarse un derecho humano se habría provocado la transgresión a un bien constitucionalmente reconocido. Notoriamente, el trabajo llevado a cabo por el Poder Judicial en este caso deja ver que la articulación de los diferentes órganos constitucionales resulta necesaria para la adecuada protección de los derechos humanos y los principios constitucionales. Al respecto, es necesario mencionar que, incluso con la negativa de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a ejercer la facultad de atracción, el asunto se resolvió en aras de proteger un derecho humano tan importante como la libertad religiosa, y demostró que la organización de las competencias en materia de amparo en México son funcionales como se encuentran sistematizadas en la actualidad. Este asunto trae a colación dos reflexiones, al menos, sobre el derecho a la libertad religiosa. La primera de ellas se refiere a la necesidad de que los tribunales garanticen que esa libertad se respete tanto a nivel individual como colectivo, mediante sentencias que caso por caso revisen el alcance del citado derecho. La segunda de ellas es que se busque la efectiva armonía entre los diversos derechos humanos y los principios constitucionales, sin afirmar la existencia de un conflicto entre ellos[4]. Resolver correctamente esas cuestiones implicará que el Poder Judicial cumpla con éxito la obligación de proteger la Constitución en materia de libertad religiosa, impidiendo que los intereses particulares o públicos se impongan por capricho o arbitrariedad. [1] Para saber más sobre este tema, se recomienda consultar la cápsula del Centro de Ética Judicial en el siguiente sitio: https://www.youtube.com/watch?v=pq60_5R5oe4&t=50s [2] https://www.corteidh.or.cr/tablas/r31648.pdf [3] Cf. Saldaña Serrano, Javier, El derecho fundamental de libertad religiosa en el México de hoy (una visión crítica), IIJ-UNAM, México, 20202, pág. 18, disponible en https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/13/6031/11a.pdf [4] Asumir que entre los derechos humanos existen conflictos implica tomar una postura jurídica y filosófica contraria a la consideración de armonizar las relaciones humanas. Al respecto, se sugiere consultar el ensayo, publicado por el Centro de Ética Judicial Los conflictos entre derechos humanos: una aproximación al problema, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/ensayo_12._ensayo_conflictivismo_vf.pdf. La protección de los derechos humanos a nivel internacional puede sintetizarse del modo siguiente: una persona o un grupo de ellas pueden acudir a los órganos judiciales nacionales para reclamar la tutela de su esfera jurídica cuando consideran que ésta ha sido transgredida por alguna autoridad. Posteriormente, una vez que los tribunales han decidido de manera definitiva, si las partes se encuentran insatisfechas con la sentencia pueden solicitar la intervención de alguna corte internacional que determinará la existencia de alguna violación de los derechos humanos.
Pues bien, el itinerario descrito arriba fue el que se siguió en el asunto Gutiérrez Navas y otros contra Honduras, resuelto por la Corte Interamericana de Derechos Humanos a finales de 2023. Ese caso tuvo como origen la destitución en 2012 de José Antonio Gutiérrez Navas, José Francisco Ruiz Gaekel, Gustavo Enrique Bustillo Palma y Rosalinda Cruz Sequeira, magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia de Honduras. Los hechos respectivos pueden resumirse en que la Sala Constitucional de Honduras dictó varias sentencias que determinaron la inconstitucionalidad de diversos actos de autoridad; ante ello, el presidente de ese país solicitó al Congreso que investigara a los magistrados involucrados y, como resultaba previsible, estos fueron removidos de su cargo tras un procedimiento que duró solamente dos días. Como puede intuirse, en Gutiérrez Navas y otros contra Honduras se analizó, en suma, la convencionalidad de la remoción de los mencionados jueces sin haberles dado oportunidad para defenderse adecuadamente y sin atención a la inamovilidad judicial, una garantía de estabilidad[1] y autonomía en la labor de las autoridades de dicho Poder[2]. Este caso implicó pues, a grandes rasgos, efectuar un contraste entre la acción del Estado y lo prescrito por la Convención Americana de Derechos Humanos. En el fallo de la Corte Interamericana se resolvió, como no podría ser de otra forma, que la destitución de los magistrados se hizo contra los tratados internacionales, porque les privó de su empleo, sin ser escuchados en juicio, y, lo más grave, porque provocó la transgresión de la independencia judicial, expresamente ordenada por la Convención Americana de Derechos Humanos, que prevé también los derechos al trabajo y a la tutela judicial efectiva. Hasta aquí puede verse un recordatorio claro: es una obligación de los Estados respetar la inamovilidad judicial para cumplir los derechos humanos, no sólo de las propias autoridades jurisdiccionales sino de todas las personas que acuden a los tribunales. Al respecto, hay que reconocer que la inamovilidad no puede ser considerada un derecho absoluto, sin embargo, debe subrayarse que la violación de dicha garantía conllevaría la indebida injerencia de otros poderes en el Judicial. Por todo lo anterior, además de que debe protegerse la independencia judicial a través de la correspondiente inamovilidad[3], conviene que el Poder Judicial sea supervisado desde dentro, mediante consejos de la judicatura, consejos de la magistratura o consejos generales[4] que se integren institucionalmente –y no democráticamente[5]–, para establecer contrapesos con base en ciertos principios básicos de protección de la labor judicial[6]. Eso significa, a mayor abundamiento, que la supresión de dicha clase de órganos en cuestión implicaría, indefectiblemente, una violación al derecho internacional público. En consecuencia, a partir de este texto deben surgir con urgencia dos reflexiones importantes: una se refiere a qué modelo de integración debe elegirse para que el Poder Judicial funcione saludablemente, mientras que la otra es qué comportamiento se espera y desea de las autoridades no jurisdiccionales para que los tribunales actúen con autonomía y, de tal forma, los Estados eviten ser acusados a nivel internacional por la violación de derechos humanos. [1] “La Corte considera que cualquier demérito o regresividad en las garantías de independencia, estabilidad e inamovilidad de los jueces es inconvencional en cuanto su efecto se puede traducir en un impacto sistémico igualmente regresivo sobre el Estado de Derecho, las garantías institucionales y el ejercicio de los derechos fundamentales en general. La protección de la independencia judicial adquiere una relevancia especial en el contexto mundial y regional actual de erosión de la democracia, en donde se utilizan los poderes formales para promover valores antidemocráticos, vaciando de contenido las instituciones y dejando solo su mera apariencia”. CorIDH, caso Gutiérrez Navas y otros contra Honduras. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 29 de noviembre de 2023, párr. 107. [2] Caso Aguinaga Aillón Vs. Ecuador. Fondo, Reparaciones y Costas. Sentencia de 30 de enero de 2023, párr. 71 [3] En México, la inamovilidad de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, magistrados y jueces, y consejeros de la judicatura federal se prevé, en los artículos 94 penúltimo párrafo, 97 y 100 sexto párrafo, respectivamente. [4] Es conveniente consultar el blog Garantizar la autonomía de los consejos de la judicatura para proteger el trabajo jurisdiccional, del Centro de Ética Judicial. [5] Al respecto, se recomienda leer el blog ¿Votar por los jueces? publicado por el Centro de Ética Judicial. [6] https://www.ohchr.org/es/instruments-mechanisms/instruments/basic-principles-independence-judiciary El “derecho a fluir” del río Marañón y el status jurídico de la naturaleza en una sentencia5/20/2024 Una de las realidades más evidentes para la teoría y la práctica de la Ciencia Jurídica es que solamente los seres humanos y las personas morales pueden ser titulares de derechos y obligaciones. En efecto, hasta hace no muchos años se aceptaba, sin mayor dificultad, que lo único posible era que dichas personas pudieran gozar de derechos y cumplir obligaciones.
Al margen de ese contexto de regularidad jurídica, han existido desde hace muchos años diversas doctrinas, tanto dentro como fuera del Derecho, que han pretendido que se otorgue o se reconozca la posibilidad de disfrutar derechos a los animales, es decir, convertirlos en sujetos de derecho para que dejen de ser objetos de éste. Tal fenómeno se ha visto extendido en décadas recientes a entes que, incluso, ni siquiera poseen vida animal, esto es, que se tratan de objetos inertes, sin vida orgánica, y que a veces carecen de vida vegetal, lo que ha llevado a que no solamente se otorguen derechos a animales y plantas, sino a la tierra y al agua. Aunque esta forma de asumir el derecho resulte inverosímil a la luz de muchas de las perspectivas menos sospechosas del conservadurismo jurídico, la realidad es que se trata de una postura que ha tenido cabida en la práctica jurídica del siglo XXI. Así pues, las últimas dos décadas se han convertido en un terreno fértil para que, en algunos países, diversas teorías como las descritas surtan efectos prácticos, nada más y nada menos que en el terreno judicial. Un ejemplo concreto de lo descrito arriba es la sentencia dictada por un juzgado mixto en Nauta, Perú, en la que se declaró al río Marañón titular del “derecho a fluir”, a solicitud de una comunidad indígena, dado el valor espiritual que tiene ese cuerpo de agua, especialmente para el pueblo indígena Kukama[1]. En esa resolución, el juez determinó que el Estado debe proteger legalmente al río[2] y, encima, ordenó el reconocimiento y nombramiento del Ministerio del Medio Ambiente, Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego, la Autoridad Nacional del Agua, el Gobierno Regional de Loreto y las organizaciones indígenas como guardianes, defensoras y representantes del río Marañón y sus afluentes[3]. Una sentencia como esa deja ver algunos aspectos inquietantes sobre la consideración actual del ser humano y su condición antropológica. Incluso trasluce ciertas anomalías en la autopercepción de los seres humanos con respecto a los demás entes que, al transformarse en sujetos de derechos, terminan siendo igualados frente a aquéllos. Para resolver este problema es necesario recordar que solamente los humanos –o las organizaciones conformadas por esa clase de entes–, podemos ser sujetos de derechos, pues somos los únicos con vida animal e intelectual capaces de conocernos a nosotros mismos y hacer las cosas con una voluntad efectiva. Esas características son ajenas a cualquier animal no humano y, lógicamente, a entes que ni siquiera tienen alguna forma de vida. Lo dicho en el párrafo anterior es base entonces para cuestionar que a los entes no humanos –ni conformados por humanos, como las personas morales– se les pueda atribuir derechos y obligaciones. Si bien es cierto que a través de la ley se pueden asignar derechos a quien sea y a lo que sea, la realidad es que la atribución de un status jurídico a un río, como lo hace el fallo mencionado, implica asumir una postura altamente ideologizada, pues detrás de este existe una teoría subyacente, que revela que esas propuestas no surgen de forma espontánea, sino que derivan de tendencias como el ecologismo[4] y corrientes filosóficas como las teorías críticas[5] que, ante la crisis del humanismo clásico, han encontrado un modo para cristalizarse. En un entorno como ese, el reto para el Poder Judicial radica en reflexionar cómo debe actuar frente a los problemas de la autopercepción humana, y evitar caer en el error de emitir resoluciones ideologizadas con el único fin, a veces, de parecer innovador. [1] Inciso 3.1 de la sentencia del Juzgado Mixto-Nauta 00010-2022-0-1901-JM-CI-01, que puede consultarse en https://www.documentcloud.org/documents/24490337-sentencia-1ra-instancia-resol-ndeg-14-exp-00010-2022-0-1901-jm-ci-01-consolidado-00157-2024 [2] Idem [3] Inciso 3.3 de la sentencia citada. [4] Andreu Gálvez, Manuel y Brown González, “Leonardo, Preámbulo a las ideologías de la naturaleza”, en Andreu Gálvez, Manuel y Brown González, Los riesgos del pensamiento: introducción al mundo de las ideologías contemporáneas, EUNSA, Pamplona, 2022, pág. 169. [5] Véase: Ghiretti, Carlos, Pervivencia, mutación, impregnación. Análisis crítico del concepto de ideología de Carlos Ignacio Massini Correas, Fundación Elías de Tejada, pp. 65 a 89. Garantizar la autonomía de los consejos de la judicatura para proteger el trabajo jurisdiccional4/30/2024 La evolución vivida por el trabajo judicial entre la segunda mitad del siglo XX y la actualidad está marcada por la revigorización de su actividad, producto del aumento de la confianza que la sociedad ha puesto en el respectivo Poder. Así pues, resulta natural que haya surgido una proporcional necesidad de profesionalizar y vigilar las labores de los órganos judiciales no sólo en el plano propiamente jurisdiccional, sino también en el administrativo.
La respuesta a esa necesidad se ha dado en la creación de consejos de las magistraturas, consejos generales del Poder Judicial o consejos de las judicaturas, cuyas facultades en común son, entre otras, administrar los recursos de esa rama estatal, organizar el nombramiento y controlar el cumplimiento de las obligaciones de los respectivos servidores públicos, así como la delicada tarea de imponer sanciones por la vía administrativa a los funcionarios que actúen contra las normas reguladoras respectivas. Las ideas precedentes evidencian una realidad incuestionable: la existencia de los mencionados órganos resulta indispensable dentro del Estado, pues tienen a su cargo una alta responsabilidad que sería inconveniente dejar en otras manos[1]. Además, hay que reparar que, aun cuando por su propia naturaleza se encuentran impedidos para involucrarse en el fondo de los asuntos resueltos por los órganos jurisdiccionales, es necesario que se vigile desde la esfera administrativa la correcta operación de este Poder. Ahora bien, hablando del caso mexicano, hay que mencionar que el artículo 94 de la Constitución prevé la existencia de un Consejo de la Judicatura Federal[2] –cuyo encargo es, en síntesis, organizar el número y la competencia territorial de los Tribunales Colegiados de Circuito, Tribunales Colegiados de Apelación y Juzgados de Distrito–, mientras que en el artículo 100 constitucional se regulan la integración y funcionamiento de ese órgano[3]. Por todo lo que se ha comentado hasta aquí, puede intuirse fácilmente que los integrantes de los consejos de las magistraturas deben poseer trayectorias profesionales de alto prestigio y, además, ser personas revestidas de una notoria autoridad moral. Eso implica que quienes se nominen como sus integrantes, más allá de meramente reunir los requisitos de elegibilidad previstos en la Constitución y en la ley, deben poseer un perfil que conjugue el conocimiento comprobable del Derecho con una trayectoria intachable en sentido ético. Por lo anterior, se puede advertir que para alcanzar la autonomía y el buen funcionamiento del Consejo de la Judicatura Federal es necesario que éste se componga por personas con perfiles idóneos, y también que el modelo de integración institucional resulte adecuado, es decir, el correcto diseño constitucional para el nombramiento de los consejeros es fundamental para asegurar que estos posean, efectivamente, independencia en la realización de sus labores. Así pues, hay que considerar que, a nivel federal, el artículo 100 de la Constitución prevé que los consejeros en cita serán nombrados por integrantes de los tres Poderes de la Unión. Si bien es cierto que dicha disposición podría considerarse como una herramienta para equilibrar el ejercicio del poder público, también lo es que dicho modo de designación que debería revisarse de cara a cuestionar qué tan apropiado resulta que dentro del órgano que controla administrativamente al Poder Judicial existan personas nombradas por el Ejecutivo y el Senado de la República. Y eso es simplemente un análisis de lo que existe a nivel federal, pero también tendría que examinarse concienzudamente lo que ocurre en el ámbito estatal, labor que, por desgracia, es demasiado amplia para hacerse en este blog. En suma, estos párrafos deben llevar a reflexionar si el diseño de integración actual de los consejos de la judicatura –tanto el federal como los locales–, ayuda a lograr la independencia judicial o, al revés, constituye un peligroso sistema que puede causar la sujeción de la jurisdicción a la política que, naturalmente, se vuelve más notorio en un escenario donde exista una reducida representación de la oposición frente al oficialismo. [1] Hay otros modelos de supervisión del Poder Judicial, como los que hacen recaer esa función en órganos pertenecientes al Ejecutivo o en los órganos de más alta jerarquía judicial, lo que provoca una merma en la efectividad de la labor de supervisión administrativa, o bien, una limitación en la independencia judicial. [2] Se recomienda enfáticamente la consulta del sexto párrafo del artículo 94 constitucional. [3] Por su extensión, es resulta inconveniente transcribir aquí el precepto referido, pero su lectura se considera indispensable. El acceso al consumo de agua potable es una de las necesidades básicas del ser humano, y forma parte de las condiciones fundamentales para conservar la vida y la salud[1]. Esa es una realidad tan innegable que, incluso, se ha llegado a determinar la existencia de un pretendido “derecho al agua” y, como se reflexionará en este blog, puede adelantarse que el Poder Judicial posee en esta materia, como en cualquiera otra, un papel preponderante al definir el alcance de los derechos. De tal modo, para estar en condiciones de hablar sobre el “derecho al agua”, es necesario que a continuación se hagan diversas precisiones.
El primero de los factores que se deben mencionar es que la Constitución prevé, efectivamente, la regulación del “derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible”[2]. Como puede notarse, la enunciación de tal derecho es sumamente amplia, por lo que, prácticamente, toma la forma de un principio. Eso naturalmente da pie a que su conformación final dependa, invariablemente, de lo que se concrete mediante las leyes ordinarias, o bien, de lo que se resuelva en un órgano jurisdiccional, por tratarse de una prerrogativa altamente prestacional. El segundo de esos puntos relevantes radica en la necesidad de precisar que el agua, por sí misma, no es un derecho. De igual forma, y en congruencia con lo anterior, afirmar la existencia del “derecho al agua” es desacertado, pues implica considerar que se puede tener derecho a un bien por sí mismo, y lo cierto es que a lo que se tiene derecho es a una conducta, y no a aquello sobre lo que recae ésta. Por tanto, lo que constituye la prerrogativa es el acceso al agua, mas no el agua por sí misma. Y, en tercer lugar, para hacer esta reflexión de cara a la realidad, conviene traer a colación una noticia de actualidad, que da cuenta de las oportunidades que tiene el Poder Judicial para hacer efectivo el goce de los derechos humanos relativos previstos en la Constitución. Veamos, en el siguiente párrafo, un caso real. Recientemente, en la zona metropolitana de la Ciudad de México y las áreas que dependen del sistema Cutzamala, el almacenamiento, cuidado, transporte y consumo del agua entraron en una crisis, como lo confirman la sociedad, las autoridades federales y locales[3]. Las razones que causaron estas preocupantes dificultades son múltiples y de orden altamente técnico, por lo que su discusión rebasa a este blog, sin embargo, es factible proponer algunas soluciones desde el derecho, y a partir de una –o varias– sentencias. Entonces, para hablar concretamente, ¿cuál es la relación que tiene con el problema expuesto el trabajo del Poder Judicial? Como se ha adelantado arriba, dado que la Justicia tiene en sus manos la interpretación de normas que conducen la acción de los órganos estatales facultados para gestionar los servicios de agua potable. En efecto, el Poder Judicial, como lo ha hecho en varios casos[4], podría hacer operativas las normas relativas al agua, y ordenar, a través de sus resoluciones, el diseño de políticas públicas para la explotación, transporte, captación, almacenamiento y consumo del agua. Además, muy específicamente, tiene la atribución de obligar a los órganos administrativos a implementar y ejecutar obras públicas que permitan mejorar el goce de los derechos plasmados en el texto constitucional[5]. Así pues, la reflexión que corresponde hacer aquí es múltiple. Una implica examinar en qué consiste y hasta dónde llega el llamado “derecho al agua”. Otra se refiere a cuál es la labor que la sociedad espera del Poder Judicial y la que efectivamente éste puede ejercer en la materia. Y, finalmente, también es válido cuestionar cuánto sería legítimo que demorara una sentencia que, en palabras simples, cambiaría la vida a millones de personas –si es que el resto de autoridades no ejercen antes cabalmente las funciones que tienen a su cargo para hacer operante el derecho aquí comentado–. [1] La Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, declaró el 22 de marzo de cada año como el Día Mundial del Agua, que se celebra desde 1993 con la finalidad de dar a conocer la importancia de dicho recurso natural. [2] Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 4. (…) Toda persona tiene derecho al acceso, disposición y saneamiento de agua para consumo personal y doméstico en forma suficiente, salubre, aceptable y asequible. El Estado garantizará este derecho y la ley definirá las bases, apoyos y modalidades para el acceso y uso equitativo y sustentable de los recursos hídricos, estableciendo la participación de la Federación, las entidades federativas y los municipios, así como la participación de la ciudadanía para la consecución de dichos fines. (…) [3] Guzmán, Alejandro, ¿Se acaba el agua en Ciudad de México? Esto dicen los expertos, EL PAÍS, 15 de febrero de 2024, https://elpais.com/mexico/2024-02-15/se-acaba-el-agua-en-ciudad-de-mexico-esto-dicen-los-expertos.html [4] Véanse los siguientes criterios al respecto. DEMANDA DE AMPARO INDIRECTO. PUEDE PRESENTARSE EN CUALQUIER TIEMPO CONTRA LA SUSPENSIÓN DEL SUMINISTRO DE AGUA PARA FINES AGRÍCOLAS DE SUBSISTENCIA, AL CONSTITUIR UNA VIOLACIÓN DIRECTA, PERMANENTE Y CONTINUA AL DERECHO HUMANO DE ACCESO AL AGUA. [TA]; II.4o.A.2 A, 11a. Época; T.C.C.; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo VII; Pág. 6747. DERECHO HUMANO AL AGUA. LAS GARANTÍAS DE LA ACCESIBILIDAD SON: FÍSICA, ECONÓMICA, NO DISCRIMINACIÓN Y ACCESO A LA INFORMACIÓN. J]; 1a./J. 83/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 356. DERECHO HUMANO AL AGUA. LA DISPONIBILIDAD, CALIDAD Y ACCESIBILIDAD SON GARANTÍAS PARA SU PROTECCIÓN. [J]; 1a./J. 81/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3566. DERECHO HUMANO AL AGUA. ESTÁNDAR DE PROTECCIÓN DEL. [J]; 1a./J. 82/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3565. DERECHO HUMANO AL AGUA. CONTENIDO Y ALCANCE DE LAS OBLIGACIONES GENERALES DEL ESTADO MEXICANO EN MATERIA DE ESTE DERECHO. [J]; 1a./J. 78/2023, 11a. Época; 1a. Sala; Gaceta S.J.F.; Libro 26, Junio de 2023; Tomo IV; Pág. 3562 [5] En específico, esos fallos podrían ordenar edificar plantas desalinizadoras, más presas y drenajes diferenciados para aguas de tormenta y de desechos. Existe una amplia diversidad de preguntas que permanentemente han acompañado a la teoría constitucional. Dos de esos interrogantes se refieren a la posibilidad de revisar la “constitucionalidad de las normas constitucionales” y a la procedencia de controlar la regularidad material de las reformas de ese documento jurídico-político. Probablemente, esas cuestiones nunca podrán ser respondidas con suficiencia argumentativa para satisfacer las inquietudes que existen al respecto, sin embargo, vale la pena reflexionar sobre ellas porque al Poder Judicial ya se le ha planteado dicha problemática y porque, tarde o temprano, se verá en la necesidad de calificar la legitimidad no solamente formal sino material de una modificación constitucional.
Así pues, en México, durante varios años, se ha debatido precisamente sobre la solución a los problemas apuntados arriba y, en específico, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en adelante SCJN) se ha pronunciado sobre la dificultad de que el fondo o aspecto material de una reforma constitucional sea calificada a través de un juicio de amparo. En efecto, el criterio que rige hasta el momento y que constituye jurisprudencia es el establecido por la Segunda Sala de la SCJN, y que tiene como origen la impugnación del contenido de una reforma a los artículos 75 y 127 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, mediante un juicio de amparo indirecto. En ese caso concreto, la elección de la vía procesal mencionada provocó el desechamiento de la demanda respectiva por haber actualizado de manera manifiesta e indudable la causal de improcedencia prevista en el artículo 61, fracción I, de la Ley de Amparo[1], es decir, que se inició para controvertir el contenido de una modificación a la Constitución.[2] Aunque ese es el criterio prevaleciente, vale la pena volver al fundamento de la cuestión y formular las siguientes preguntas: ¿Acaso no es necesario o conveniente que exista la posibilidad de revisar el fondo de las reformas constitucionales? ¿Debería poder sujetarse al control judicial el contenido de una reforma de esa categoría? ¿Cuál es el razonamiento que subyace al dogma que impide revisar el fondo de estas reformas en México? La Constitución es reformada por el Poder Constituyente Permanente, un órgano que posee el encargo de representar al pueblo. Ante esa realidad, que hasta cierto punto supone la infalibilidad de la actividad reformadora, ¿realmente puede tomarse como legítima cualquier propuesta que supere el proceso previsto en el artículo 135 de la Carta Magna[3]? Con base en ese problema, parecería necesario revisar el aspecto material de la reforma, pues si ésta resultara contraria a los derechos humanos, al buen funcionamiento institucional del Estado o, simplemente, al sentido común, sería fundamental que algún órgano pudiera detener el “desenfreno” o el error de dicha acción modificadora. De tal forma, puede advertirse que la competencia del Constituyente Permanente tiene un límite que debería poder ser vigilado por alguien –notoriamente, es la cabeza del Poder Judicial–. Ante esa conclusión parcial, surge aparejada, como era de esperarse, una objeción: la declaración de validez del trabajo soberano[4] del órgano reformador quedaría en manos de una minoría que, por su propia naturaleza, no es un representante popular. ¿Qué hacer entonces? Llegado este punto debe repararse en que una reforma desatinada no puede considerarse legítima simplemente porque haya superado el proceso formal ni porque sea producto de la actividad soberana del Constituyente Permanente. Por eso, el Poder Judicial debe ejercer un control real y pleno para revisar esos cambios, pues su trabajo constituye una garantía contramayoritaria que, precisamente, tiene la finalidad de salvaguardar a la Constitución de las malas ideas que, en ocasiones, pueden tener quienes integran al Poder Reformador. En síntesis, conviene reflexionar si debería dejar de creerse en la inimpugnabilidad del fondo de las reformas constitucionales, así como en la imposibilidad de efectuar el control jurisdiccional[5] a los actos del Constituyente Permanente. Es claro que el Poder Judicial tiene en esta materia, como en muchas otras, un trabajo profundo de reflexión teórica, pero también de ejecución práctica. [1] IMPROCEDENCIA DEL JUICIO DE AMPARO. SE ACTUALIZA LA CAUSA MANIFIESTA E INDUDABLE PREVISTA EN EL ARTÍCULO 61, FRACCIÓN I, DE LA LEY DE AMPARO, CUANDO SE IMPUGNA ALGUNA ADICIÓN O REFORMA A LA CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LOS ESTADOS UNIDOS MEXICANOS –RESPECTO A SU CONTENIDO MATERIAL–, LO QUE DA LUGAR A DESECHAR DE PLANO LA DEMANDA DE AMPARO DESDE EL AUTO INICIAL. Tesis [J.]: 2ª. 2/2022, Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo II, febrero de 2022, pág. 1654. Reg. Digital. 2024180. [2] Ley de Amparo, reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución política de los Estados Unidos Mexicanos Artículo 61. El juicio de amparo es improcedente:
Artículo 135 La presente Constitución puede ser adicionada o reformada. Para que las adiciones o reformas lleguen a ser parte de la misma, se requiere que el Congreso de la Unión, por el voto de las dos terceras partes de los individuos presentes, acuerden las reformas o adiciones, y que éstas sean aprobadas por la mayoría de las legislaturas de los Estados y de la Ciudad de México. [4] Sobre la soberanía y la competencia de ese órgano véase: Tena Ramírez, Felipe, Derecho Constitucional Mexicano, 38ª. Edición, México, Porrúa, 2006. [5] Se recomienda la lectura del ensayo Control Jurisdiccional de las Reformas Constitucionales, del Centro de Ética Judicial, disponible en https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/control_jurisdiccional_de_las_reformas_constitucionales.pdf La educación es fundamental para el logro de la paz y el descubrimiento de la verdad, así como para el perfeccionamiento de los seres humanos. Por ello, se requiere que a todos los niveles, desde el plano internacional hasta el más irreductible dentro de cada Estado, se promueva el acceso universal a servicios educativos dotados de los insumos y especialistas suficientes para que logren formarse e instruirse, pero también para que a nivel general se reduzcan las desigualdades, se consoliden los avances económicos, se fortalezca a la sociedad civil y se alcance el goce de otros derechos que son, como la educación, interdependientes.
En efecto, la educación permite que el ser humano adquiera conocimientos que le faciliten desarrollar todas sus facultades, y se encuentra definida como un derecho humano en el artículo 3 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, así como en diversos tratados internacionales[1]. Su regulación se ha efectuado a modo de derecho social y progresivo –como ya se ha estudiado en otros contenidos del Centro de Ética Judicial[2]–, lo cual implica que los Estados tienen que desarrollar, conforme sus necesidades y posibilidades, el acceso gradual y progresivo de las personas a ese derecho, ajustando razonablemente las características de esa prestación a lo requerido individualmente. En otras palabras, las autoridades nacionales deben ejercer acciones concretas para lograr el goce efectivo del derecho a la educación en condiciones de igualdad[3], sin embargo, pueden hacerlo en función de los recursos que tengan disponibles. Por ese motivo, entre muchos otros, el Poder Judicial constituye un garante irreemplazable de la regularidad del ejercicio de los derechos humanos, dado que sus atribuciones permiten exigir que cualquier otro órgano estatal actúe ordenándose al régimen convencional, constitucional y legal. Un ejemplo actual que confirma la influencia ejercida por este Poder en el goce del derecho a la educación es la emisión de un criterio que reconoció su estructura compleja y que, incluso la declaró, un derecho humano a cargo de particulares[4]. Así lo resolvió un Tribunal Colegiado en un juicio de amparo indirecto iniciado contra la negativa de una escuela primaria privada a inscribir dos menores al siguiente ciclo escolar, en el sentido de que cuando los particulares incumplen el deber de impartir la educación, no solamente estos incurre en responsabilidad indirecta, “sino también el Estado, al ser sustituido por el permisionario o concesionario de la escuela privada, pues la negativa de acceso a la educación constituye un ataque directo” al artículo 3 constitucional. Otra muestra del protagonismo judicial en esta materia es que se ha llegado a ordenar la suspensión provisional para incorporar oficialmente los estudios realizados por un menor en la modalidad de escuela en casa[5]. En ese caso específico, los padres de un menor iniciaron un juicio de amparo indirecto contra las autoridades educativas por omitir implementar procesos de certificación de la modalidad de escuela en casa, por lo que un Tribunal Colegiado concedió dicha medida cautelar para que se entregara al menor un temario del examen global de conocimientos para acreditar el primer año de primaria, fuera incorporado al sistema educativo oficial y recibiera la educación acorde a su edad que, por motivos ajenos a él, no había recibido. Así pues, resulta necesario reflexionar sobre cuál debe ser el alcance que deben tener las sentencias dictadas en el estudio de los casos que versen sobre este derecho. Es incuestionable que la Justicia tiene en sus manos la indeclinable labor de decidir sobre el goce de todos los derechos humanos, entre ellos la educación, pero lo que sí puede debatirse es qué límite deben tener sus resoluciones –o qué tanto pueden ordenar– para que sean justas, y no insuficientes o excesivas. [1] Como la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 26, el Protocolo de Buenos Aires –artículo X–, la Convención relativa a la Lucha contra las Discriminaciones en la Esfera de la Enseñanza –artículo 4–, la Convención sobre los Derechos del Niño –artículo 28– y el artículo 2 del Protocolo adicional al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales –adicional al Convenio Europeo de Derechos Humanos– . [2] Centro de Ética Judicial, El Derecho a la Educación en los Tratados Internacionales y su interpretación por los Tribunales Internacionales, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/el-derecho-a-la-educaci%C3%B3n-en-los-tratados-internacionales-y-su-interpretaci%C3%B3n-por-los-tribunales-internacionales.pdf [3] Centro de Ética Judicial, Caso Dupin vs. Francia. Un caso para la reflexión en torno al derecho a la educación, https://www.centroeticajudicial.org/blog/caso-dupin-vs-francia-un-caso-para-la-reflexion-en-torno-al-derecho-a-la-educacion [4] EDUCACIÓN. CONSTITUYE UN DERECHO HUMANO DE ESTRUCTURA JURÍDICA COMPLEJA, POR LO QUE NO SÓLO EL ESTADO MEXICANO DEBE GARANTIZAR SU SATISFACCIÓN, SINO TAMBIÉN LOS PARTICULARES A QUIENES SE LES AUTORIZA PARA IMPARTIRLA A TRAVÉS DE PERMISOS O CONCESIONES. Tesis [A.]: I XXIV.1o.3 CS, T.C.C., Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo IV, Febrero de 2023, p. 3491. [5] EDUCACIÓN DEL MENOR. ES UN DERECHO HUMANO INSOSLAYABLE QUE PERMITE CONCEDER LA SUSPENSIÓN PROVISIONAL PARA QUE PUEDA SER INCORPORADO AL SISTEMA EDUCATIVO DEL ESTADO. Tesis [A.]: IV.1o.A.19 A, T.C.C., Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima Época, tomo III, Diciembre de 2022, p. 2722. Uno de los conceptos de la modernidad más presentes en el discurso cotidiano es el de los derechos humanos. Su surgimiento es relativamente reciente y su significado, todos los días, se aplica de forma sesgada, lo que provoca la tergiversación de su contenido y la mala interpretación de las exigencias que implican. De tal forma, en este blog se cuestionará, teniendo como marco al Día de los Derechos Humanos, cuál es la efectiva vigencia que estos tienen en nuestro país.
Como se adelantó, los derechos humanos son frecuentemente mal entendidos. Por ello, conviene tener a la mano desde ahora una breve definición de estos: son los que resultan inherentes a todas las personas derivados de su propia naturaleza, por ser éstas intrínsecamente sociales, y que les permiten el libre desarrollo de su personalidad[1]. La anterior definición, que resume la naturaleza y finalidad de tales derechos, también permite desprender varias de sus características, como la inalienabilidad, la imprescriptibilidad y la interdependencia, que implican, respectivamente, la imposibilidad de enajenarlos o perderlos por el paso del tiempo y la necesidad de que se consideren una unidad. No obstante, más allá de su descripción teórica, lo que más importa sobre ellos es que se apliquen y disfruten correctamente en el plano práctico. Esa necesidad conlleva, al mismo tiempo, la dificultad de objetivar su medición, a causa de las naturales desviaciones personales y orgánicas ocurridas al emitirse opiniones sobre su ejercicio. En otras palabras, puede decirse que medir, calificar o estudiar el disfrute de los derechos humanos resulta poco posible o, en el mejor de los casos, una meta difícil de alcanzar plenamente. Pero, ¿y cómo está México en la tarea de lograr que se gocen los derechos humanos? Específicamente, la pregunta más concreta es si nuestro país está actuando con esfuerzos tangibles para cumplir las obligaciones generales en materia de derechos humanos[2]. Pues bien, para responder a esos interrogantes con frialdad, y con la expectativa de tener cierta objetividad, se puede acudir a estadísticas como las del Poder Judicial de la Federación o de otros órganos análogos en México, o a la métrica ofrecida en el Índice de Estado de Derecho en México[3]. En particular, este índice mide las perspectivas y percepciones que poseen especialistas y ciudadanos sobre el cumplimiento del Estado de derecho en un país determinado y, en el caso de nuestro país, constituye una herramienta para la toma de decisiones y de planeación en el gobierno federal y estatal[4]. A mayor abundamiento, y en lo que concierne al cumplimiento del respeto de los derechos fundamentales, el índice en cuestión trasluce la necesidad de llevar a cabo acciones que mejoren su efectivo disfrute en México[5]. El mencionado instrumento establece que de un puntaje que va de 0.1 a 1.00, siendo 1.00 el valor más alto, en nuestro país se ha alcanzado un puntaje de apenas 0.48 en la adhesión al Estado de derecho. Es importante comentar, de nuevo, que las métricas y muchos esfuerzos de objetivación sobre la eficacia de los derechos humanos ofrecen, más allá de su natural margen de error, una idea más o menos cercana sobre su consecución y ayudan a orientar las acciones estatales, empezando por las de los órganos jurisdiccionales. Por ello, es conveniente reflexionar sobre la labor que debe ejercer el Poder Judicial para que esos derechos alcancen su vigencia plena, pues resulta claro que su significado y alcance real solamente puede hallarse a partir de la resolución de los asuntos que se le plantean diariamente a los órganos jurisdiccionales y que, en definitiva, terminan repercutiendo en la conquista del Estado de derecho. De tal forma, puede adelantarse que para que tales prerrogativas recobren su verdadero contenido y eficacia, se requiere que la función del Poder Judicial se haga desde la independencia, la imparcialidad y, aunque parezca una obviedad, se efectúe asumiendo como meta última a la justicia. [1] Real Academia Española, Diccionario panhispánico del español jurídico, 2023, https://dpej.rae.es/dpej-lemas/derechos%20humanos [2] Proteger, respetar, promover y garantizar los derechos humanos. Se encuentran establecidas en el artículo 1 de la Constitución mexicana. [3] World Justice Project, Índice de Estado de Derecho en México 2022-2023, https://worldjusticeproject.mx/wp-content/uploads/2023/06/IEDMX-2022-2023_Digital.pdf [4] Ibidem, pág. 9, https://worldjusticeproject.mx/wp-content/uploads/2023/06/IEDMX-2022-2023_Digital.pdf [5] Muestra, de forma concreta, que el factor de percepción es de .48 de un 1.00. Ibidem, Promedio de las 32 entidades, Factor 4. Derechos fundamentales, https://index.worldjusticeproject.mx/factor/f4/MX00 En México, una persona es elegible para ser ministro cumpliendo los requisitos previstos en el artículo 95 de la Constitución[1]. El proceso de selección de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (en lo sucesivo SCJN) se regula, primordialmente[2], en el artículo 96 constitucional[3].
Los aspectos formales de la elección de un ministro de la SCJN tienen fundamento, como puede intuirse, en la necesidad de hacer objetiva la integración de ese órgano jurisdiccional. No obstante, debe reflexionarse si hay más requisitos de elegibilidad que, sin encontrarse escritos, deberían formar parte del elenco de cualidades y aptitudes exigibles a quien ocupe un asiento del Máximo Tribunal mexicano. Así pues, y como se ha discutido en distintos trabajos del Centro de Ética Judicial[4], en este blog se busca llamar la atención sobre aquéllas características que debe reunir una persona para ejercer el cargo de ministro de la República, más allá del mero cumplimiento de las condiciones formales previstas en las normas que regulan su designación. En otras palabras, aquí se pretende enfatizar que incluso cuando una persona satisfaga las exigencias formales para serlo, podría resultar poco o nada idónea para ocupar ese alto cargo por no estar en posesión de un perfil positivo para tener ese empleo. Entonces, ¿quién puede ser ministro? La respuesta es que cualquiera que reúna los requisitos puestos en la Constitución, pero, ¿y quién debería ser ministro? Una respuesta rápida y sintética es que, quien ejerza ese cargo, debe gozar de autoridad en un sentido técnico, pero también ético. En otras palabras, debe tratarse de una buena persona que, además, tenga una competencia profesional probada. No obstante, es evidente que colmar la perfección resulta en un ideal humanamente inalcanzable, pero existen estándares internacionales en la materia que describen candidatos cercanos a esa meta irrealizable, como el previsto en el documento Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia. Hacia el fortalecimiento del acceso a la justicia y el estado de derecho en las Américas, elaborado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que incluye diversas recomendaciones sobre las características que deberían reunir quienes integren altas cortes nacionales[5]. Así pues, resulta claro el contraste entre simplemente cumplir los requisitos de elegibilidad y poseer las cualidades técnicas y personales para ejercer el cargo de ministro. En ese sentido, quienes conformen las ternas respectivas deben ser elegidos por su trayectoria como juristas –que invariablemente requiere del paso del tiempo–, su autoridad –en el sentido más puro de la palabra, que hace alusión al saber socialmente reconocido– y, fundamentalmente, por la expectativa de independencia y autonomía que tengan en el futuro respecto de quienes participen en su designación. En adición a lo dicho arriba, también se intuye conveniente cuidar la procedencia y filiación de quienes aspiren a ser ministros de la República y, claramente, cuidar que su carrera se encuentre lejos de la política. Al respecto, resulta necesario también que exista un balance entre las trayectorias profesionales de los integrantes de la Corte, es decir, que unos provengan de la carrera judicial, algunos de la academia y, otros más, naturalmente, de la práctica en el foro. En nuestros días, como en los pasados y en los futuros, es necesario reflexionar para que los perfiles de quienes integran la SCJN sean los más aptos, y no los más “populares” ni los “preferidos” por quienes proponen las ternas o designan a los ministros. De esta forma, las sentencias que se dicten en ese Alto Tribunal serán mejores y más justas. [1] De forma muy sintética, para ser ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se necesita: ser ciudadano mexicano por nacimiento en ejercicio de los derechos políticos y civiles; tener mínimo treinta y cinco años el día de la designación, y poseer el título de licenciado en derecho con antigüedad de diez años a esa fecha; tener buena reputación, no haber sido condenado por delito que amerite pena corporal de más de un año de prisión, ni haber cometido robo, fraude, falsificación, abuso de confianza u otro que lastime seriamente la buena fama; haber residido en el país durante los dos años anteriores al día de la designación; y no haber sido Secretario de Estado, Fiscal General de la República, senador, diputado federal, ni titular del poder ejecutivo de alguna entidad federativa, durante el año previo al día del nombramiento. [2] En suma, el Presidente de la República debe proponer una terna al Senado, el cual, tras su comparecencia, designará por el voto de las dos terceras partes de los miembros del Senado presentes a quien ocupará la vacante. Si pasados treinta días el Senado no resolviere, o bien, rechazara dos ternas propuestas por el Presidente de la República, éste designará como Ministro a una persona dentro la terna que corresponda. [3] El artículo es totalmente obscuro respecto del modo en que el Presidente de la República integra la terna respectiva. [4] Se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial: https://www.centroeticajudicial.org/blog/la-autoridad-moral-en-la-imparticion-de-justicia, así como del ensayo “La deontología jurídica en la impartición de justicia”, https://www.centroeticajudicial.org/uploads/8/0/7/5/80750632/deontologiajuridica.pdf [5] Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Garantías para la independencia de las y los operadores de justicia. Hacia el fortalecimiento del acceso a la justicia y el estado de derecho en las Américas, 2013, pp. 27-43. https://www.oas.org/es/cidh/defensores/docs/pdf/operadores-de-justicia-2013.pdf El ejercicio de los derechos humanos se encuentra sujeto a la regulación estatal. De tal forma, la Constitución y las leyes, así como las sentencias, pueden delimitar su alcance, partiendo de las bases previstas en los principios jurídicos y en los tratados internacionales. Naturalmente, la determinación de hasta dónde pueden llegar tales derechos debe ser razonable y, por ello, tiene que originarse en argumentos suficientes que logren sostener las restricciones que se les apliquen.
La regulación y limitación de libertad de expresión se cuenta entre una de las que más polémicas provoca. Ese derecho con frecuencia se considera fundamento para realizar conductas que, en realidad, se encuentran fuera de su tutela y, al mismo tiempo, constantemente provoca la tentación de limitarlo en exceso, regularlo arbitrariamente o, incluso, coartarlo sin asidero racional alguno. En ese sentido, aquí se planteará un interrogante práctico, real y actual: impedir que una persona participe en un chat de WhatsApp, es decir, su eliminación de un grupo de dicha red social, ¿constituye una violación a la libertad de expresión? Pues bien, el Poder Judicial en México tuvo ocasión de responder a esa pregunta cuando varias personas que formaban parte de un chat administrado por autoridades iniciaron un juicio de amparo en el que, fundamentalmente, reclamaban haber sido expulsadas del grupo sin justificación y sin aviso, actos que, en suma, implicaban para los reclamantes una violación a la protección conferida en el artículo 6 constitucional[1]. El asunto tiene muchas aristas que podrían ser analizadas con profundidad, desde luego, de las cuales se comentan abajo las más relevantes. La primera de ellas radica en definir si el acto de autoridad efectivamente tiene ese carácter, o bien, si éste escapa al interés público por constituir una conducta relevante solo en el ámbito privado. A mayor abundamiento, cabe preguntarse si la acción de cancelar o censurar la participación de un grupo de personas puede considerarse como un acto estatal simplemente porque la cuenta de la red social estaba administrada por un agente dependiente de la autoridad. Esto obliga a efectuar un análisis desde una perspectiva formal pero también material sobre qué es, en realidad, un acto de autoridad, y si en la acción de censura o cancelación había, verdaderamente, imperio para la aplicación de una norma. Asimismo, podría reflexionarse sobre un segundo problema, consistente en determinar efectivamente quien fue el responsable de la violación del derecho. Por un lado, se tiene a quien de forma directa e inmediata eliminó a los participantes del grupo, y, por otro, al prestador del servicio de la red social –que también debería rendir cuentas por permitir que cualquiera, por cualquier motivo, impida que alguien continúe participando de un chat grupal–. Al respecto, claro, sería admisible que ambos se consideraran responsables de la aparente violación del derecho. De la mano de esas ideas habría que analizar si la motivación de la existencia de un grupo de WhatsApp es fomentar la comunicación solo precisamente entre quienes su administrador desea que participen, o bien, entre cualquier persona que tenga la voluntad de intervenir en aquél. Eso lleva a reflexionar si es reprochable que quien administra el chat decida eliminar a un participante cuando, por el motivo que sea, ya no se desee que alguien permanezca en el grupo. Ese interrogante puede traducirse en otro, incluso más contundente, ¿es obligatorio permitir que participe en un chat o en un foro cualquier persona por su simple deseo o voluntad? Finalmente, debe hacerse otra reflexión respecto de las circunstancias que llevaron a conceder el amparo en este caso concreto: si es que éste se otorgó sólo por el quebrantamiento de la libertad de expresión, o bien, si porque esa conducta fue realizada por un agente estatal. Tal problema lleva obligadamente a preguntar qué ocurriría si, en circunstancias análogas, quien realizara esas acciones de eliminación fuere un particular sin funciones de autoridad[2]. El asunto comentado aquí abre la puerta a reflexionar cuál es el papel que debe asumir la Justicia frente a los retos prácticos que acarrea la libertad de expresión en la actualidad, pues así como la forma de ejercerla ha cambiado, también están cambiando los modos de conculcarla[3]. El problema de fondo radica y se resume en varios cuestionamientos, como los siguientes: ¿Cuál es el papel que debe jugar la Justicia frente a la censura? ¿Qué rol debe ejercer ante fuerzas que han escapado a las clásicas conductas violatorias de los derechos humanos? ¿Puede haber, realmente, un acto de autoridad al administrar redes sociales? ¿Cómo sujetar al derecho acciones que son ajenas a las categorías clásicas del derecho? Es claro que de las respuestas que se den a esas preguntas, el Poder Judicial encontrará nuevos objetivos y lineamientos que guíen su actuar frente a problemas tan actuales como la cancelación en redes sociales. [1] Wachauf, Daniela, Jueza otorga amparo a usuarios que fueron eliminados de grupo de Whatsapp, EL UNIVERSAL, 15 de noviembre de 2023, https://www.eluniversal.com.mx/nacion/jueza-otorga-amparo-a-usuarios-que-fueron-eliminados-de-grupo-de-whatsapp/ [2] Al respecto, conviene mencionar que no cualquier expulsión de un grupo de WhatsApp da derecho a obtener un amparo. Por ello, afirmar lo contrario es una conclusión imprecisa, aunque se ha hecho en el titular aquí citado. Martínez, Marco Antonio, ¿Te expulsaron de un grupo de WhatsApp? Te puedes amparar, LA SILLA ROTA, 15 de noviembre de 2023, https://lasillarota.com/nacion/2023/11/15/te-expulsaron-de-un-grupo-de-whatsapp-te-puedes-amparar-456949.html [3] Se recomienda la consulta de: Agustinoy Guilayn, Albert, “Redes sociales y libertad de expresión: en búsqueda de un nuevo paradigma”, en Soberanes Diez, José María, y Garduño Domínguez, Gustavo, La interacción de las redes sociales, la tecnología y los derechos humanos, Pamplona, EUNSA, 2023, pp. 11-27. El pleno desarrollo de la democracia en un Estado y la consecución de los fines perseguidos por éste depende de que, entre muchas cosas, exista una relación funcional entre los órganos que lo componen. Esa afirmación anterior es aceptable de forma general, casi dogmáticamente, pero debe ser cuestionada para definir con algún grado de precisión qué significa que las relaciones entre los órganos estatales sean funcionales.
Así pues, en este blog se reflexionará sobre cuál es la relación que debe prevalecer entre la Justicia y los otros Poderes. De forma específica, se cuestionará si la interacción del Poder Judicial con los demás debería ser amistosa, pacífica, tensa, ríspida, distante o confrontativa. Los Poderes del Estado, por su propia naturaleza y función, están llamados a desarrollar sus atribuciones con apego a las normas que los rigen, lo que necesariamente lleva a que deban trabajar sin oportunidad a aislarse en el ejercicio de una labor puramente propia. Adicionalmente, debe considerarse que el orden constitucional lleva siempre a que la posibilidad de decir la última palabra sea del Judicial, es decir, tiene en sus manos resolver en última instancia a quién le corresponde la razón según las normas jurídicas[1]. La facilidad con que se describe la función de la Justicia es notoriamente distinta al modo en que se ejerce su tarea, pues de la mano del dictado de cada sentencia viene siempre la dificultad de justificar por qué una de las partes del asunto puede vencer y la otra no. Esa labor altamente argumentativa sufre más inconvenientes cuando los contendientes son órganos del Estado o, peor, Poderes estatales. Las condiciones descritas constituyen un campo fértil para el surgimiento de conflictos entre el Judicial y los demás Poderes, puesto que la tarea de aquél es, precisamente, señalar los desaciertos en el ejercicio de la función de estos. La incomodidad que provoca, pues, una denodada, independiente[2] y acertada labor jurisdiccional, llevará indefectiblemente a que el Ejecutivo y el Legislativo, consideren que uno de sus pares, el Judicial, posee facultades de control notoriamente superiores a las de ellos. Esa realidad, que por naturaleza es inherente al trabajo judicial, puede provocar en los otros Poderes la tentación de agredir a la Justicia mediante formas institucionales y, en casos muy preocupantes, a través de formas no institucionales. La estabilidad democrática de un Estado encontrará en esas circunstancias, invariablemente, una prueba definitiva, y demostrará la fortaleza de los órganos que lo componen. Con esas ideas a la vista surge la pregunta sobre la conveniencia de que el Judicial sostenga relaciones de amistad con los demás Poderes para no verse atacada, criticada o excluida en el desarrollo de las funciones del Estado. En otras palabras, puede tenerse la sensación de que debería haber entre la Justicia y los demás órganos del Estado una relación amigable para evitar el forcejeo ya descrito. Entonces, y de forma concreta, ¿conviene que exista paz entre el Judicial y los otros Poderes? Pues bien, la relación pacífica entre ellos más que conveniente es necesaria, sin embargo, no puede desearse legítimamente que el que imparte justicia tenga como amigo o aliado a otro de los Poderes. La indispensable autonomía e independencia judiciales dependen, como es obvio, de que sus integrantes se mantengan a distancia de aquéllos a los que juzgan. Esto hace repudiable, entonces, que se pretenda que el Poder Judicial sostenga magníficas relaciones con los otros. Pero, si lo dicho arriba es cierto, ¿podría aspirarse a que las relaciones del Poder Judicial con los demás fueran de confrontación? Es normal, como se ha dicho, que exista tensión entre los Poderes, sobre todo entre el Judicial y los otros, sin embargo, debe nacer en aquél la voluntad para ejercer su labor de contrapeso respetando los ámbitos de competencia respectivos, sin llegar a excesos que puedan motivar a sus pares a confrontarse con ella. Como puede verse, ambos extremos de la relación entre el Judicial y los demás Poderes son incompatibles con el correcto ejercicio de la labor estatal. Así pues, quienes imparten justicia deben tener la conciencia de evitar caer en las provocaciones de los demás órganos. Al mismo tiempo, los funcionarios judiciales deben tener las virtudes necesarias[3], sobre todo fortaleza, para realizar su trabajo sin temor a las amenazas que vengan de otros Poderes, y deben poseer la ética suficiente para resistirse a establecer una amistad entre órganos, pues simplemente es inaceptable e imposible que ésta ocurra en una democracia. Finalmente, cabe decir que el buen trabajo judicial –bien argumentado, plenamente justificado–, hecho con autoridad moral[4] –con apego a las virtudes, no sólo con preocupación por la excelencia técnica–, y autolimitado –que no cae en el activismo–, conducirá a la construcción de relaciones de concordia con los Poderes estatales, que es el máximo posible al que puede aspirarse. No obstante, esas son algunas de las condiciones de construcción de las relaciones entre Poderes, y es necesario que desde el Judicial se reflexione mucho más al respecto. [1] Risso Ferrand, Martín, “¿Quién tiene la última palabra en temas de derechos humanos? Democracia versus aristocracia con toga”, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, año XVIII, 2012, pág. 393 [2] Chaires Zaragoza, Jorge, “La Independencia del Poder Judicial”, Boletín Mexicano de Derecho Comparado, nueva serie, año XXXVII, núm. 110, mayo-agosto, 2004, págs. 534-536. [3] Vigo, Rodolfo Luis, “Ética judicial e interpretación jurídica”, Doxa, Cuadernos de Filosofía del Derecho, núm. 29, 2006, pág. 282. [4] Al respecto, se recomienda la lectura del blog “La autoridad moral en la impartición de justicia”, publicado por el Centro de Ética Judicial. Uno de los debates que se han suscitado desde el Derecho y la Ciencia Política es el referente a si el Poder Judicial -o la Justicia, con mayúscula-, tiene dentro de sus tareas defender la voluntad popular. Dos posturas responden a esa pregunta de formas radicalmente opuestas entre sí y afirman, una, que la labor más importante de ese Poder es la defensa de las decisiones tomadas por el pueblo a través de sus representantes, mientras que la otra sostiene que esa consideración es equivocada, puesto que la Justicia solamente debe garantizar la regularidad legal y constitucional.
Aunado a la cuestión abordada arriba surge un problema particular: determinar en qué magnitud el Poder Judicial constituye un soporte de la democracia en sentido amplio. En otras palabras, más allá de la definición de si esta rama del Estado efectivamente debe representar al pueblo, existe la certeza de que su misión es hacer que prevalezca el estado de Derecho y, como consecuencia de ello, debe limitar a los demás Poderes y órganos del Estado. La verdadera cuestión es, hasta dónde puede llegar tal ejercicio limitador. Entonces, frente a esas preguntas surge otra que las condensa: ¿cuál es la función del Poder Judicial en la democracia? Naturalmente, para contestar a ese interrogante es necesario explicar qué significa la democracia: en particular para lo que interesa a este blog, es la efectiva manifestación de la voluntad popular en la rectoría del Estado. A mayor abundamiento, la verdadera democracia se trata de la participación de la ciudadanía en la conducción institucional del Estado, y no la mera expresión de la voluntad mayoritaria -aunque así se presente en muchas ocasiones en la actualidad-. En ese sentido, debe existir una garantía de que se hará cumplir el orden jurídico del Estado, tarea que corresponde en última instancia a la Justicia, pues asegura la regularidad estatal y, consecuentemente, constituye un defensor de la legitimidad del ejercicio del poder público. Así pues, la afirmación de que la Justicia debe representar al pueblo es engañosa, y quizá incluso demagógica, pero tiene una arista aparentemente cierta: el Poder Judicial es un "representante democrático" en la medida en que hace cumplir los mandatos constitucionales a pesar del ejercicio legítimo de las funciones de los otros poderes, y a pesar también de lo que expresen las mayorías en los órganos representativos del pueblo. Tales ideas obligan a decir que el Poder Judicial no es un representante del pueblo, ni es votado por él -pues conviene que sus integrantes no se voten[1] -, y en ocasiones debe decidir en contra de la voluntad que exprese el pueblo. Esa actitud aparentemente omnímoda es, contrariamente a lo esperado, la manifestación de que el Poder Judicial es el máximo y último protector de la democracia, pues debe defenderla incluso de quienes le dan origen y, se supone, tienen el monopolio legítimo de su ejercicio[2]. Existe un argumento adicional para afirmar que este Poder salvaguarda la democracia sin ser un representante popular: en sus manos se encuentran la última palabra sobre la interpretación de las normas constitucionales y convencionales, así como la tutela de los derechos humanos. De tal forma, se convierte en un órgano que protege los derechos humanos, defendiéndolos de las decisiones de la mayoría que, en muchas ocasiones, puede optar por restringirlos indebidamente. La reflexión a la que conduce este blog es que la Justicia debe realizar su labor sabiendo que sus decisiones, siendo incluso impopulares en algunas ocasiones, constituyen el último bastión -y, quizá también, la última esperanza- de la protección de la regularidad del Estado[3]. Asimismo, estos párrafos llevan a un recordatorio fundamental: la Justicia tiene en sus manos reconducir a los otros Poderes cuando se extralimitan. El éxito del trabajo jurisdiccional demanda eficiencia y pericia técnica, pero también que se haga con prestigio social y autoridad moral. Así pues, para terminar estas líneas, conviene animar a quienes lo realizan para que su labor se apegue a estándares éticos superiores. Reunidos esos requisitos, será difícil que a la Justicia se le persiga por defender la democracia yendo en contra de las decisiones tomadas democráticamente por la mayoría. [1] Sobre este tema, se recomienda muy ampliamente la lectura del blog ¿Votar por los jueces? publicado por el Centro de Ética Judicial. [2] Aziz Z. Huq, How to Save a Constitutional Democracy, Chicago, The University of Chicago Press, 2017, passim. [3] Muller, Caroline, Gorczevski, Clovis, “La función y la legitimidad del Poder Judicial en el constitucionalismo democrático brasileño: ¿un activismo necesario?, Estudios Constitucionales, Año 14, núm. 2, 2016, pág. 219. De acuerdo con las cifras más recientes, en el mundo viven 476 millones de indígenas en noventa países, es decir, representan el 5% de la población global total[1]. En general, los retos que enfrentan quienes integran a los pueblos originarios son la pobreza, la falta del reconocimiento a sus expresiones culturales, la marginación social y la ausencia de una correcta regulación que les permita autodeterminarse.
En efecto, una de las principales cuestiones que los Estados y los órganos internacionales deben abordar con respecto a los pueblos indígenas es la necesidad de normar correctamente las facultades que estos poseen para decidir autónomamente su forma de gobierno, así como para establecer los modos en que alcanzarán su desarrollo social, económico, político y cultural[2]. Naturalmente, esa autodeterminación encuentra su fundamento en normas internacionales, como el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Convenio 169 de la OIT, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, así como en resoluciones y declaraciones de la ONU[3]. Asimismo, la regulación en cita se complementa a nivel nacional con diversas leyes, como en México lo hacen la Ley del Instituto de los Pueblos Indígenas, la Ley Federal del Patrimonio Cultural de los Pueblos y Comunidades Indígenas y Afromexicanas, y la Ley General de Derechos Lingüísticos de los Pueblos Indígenas. En ese contexto, es necesario preguntarse cuál es el alcance efectivo que puede tener la autodeterminación de los pueblos autóctonos. En México, la respuesta puede darse, fundamentalmente, desde el artículo 2 constitucional que define la naturaleza de los integrantes de dichos grupos sociales, garantiza sus derechos y, en particular, reconoce el derecho que gozan para decidir sus formas internas de organización social, así como para aplicar sus propios sistemas normativos. Ahora bien, la frialdad del texto constitucional abre la posibilidad a que existan múltiples opciones interpretativas y supuestos en los que la regulación actual resulte insuficiente. En esos casos de duda, como siempre, es evidente que la labor judicial se tornará indispensable para aclarar, como en muchos más, cuál es la verdadera frontera de la autodeterminación de los pueblos indígenas. El Poder Judicial en México ha mostrado una voluntad seria y loable por salvaguardar el derecho en cuestión. Así lo refleja, por ejemplo, el desarrollo de documentos como el Protocolo de actuación para quienes imparten justicia en casos que involucren derechos de personas, comunidades y pueblos indígenas, y la Guía de actuación para juzgadores en materia de Derecho Electoral Indígena. Por lo que hace al ámbito práctico, una de las muestras más recientes sobre cómo el Poder Judicial de la Federación ha acogido los estándares internacionales en materia de protección de los derechos de los pueblos indígenas es el siguiente criterio: DERECHO A LA CONSULTA PREVIA. EL DEBER DE LLEVARLA A CABO SE ACTUALIZA ANTE LA MERA POSIBILIDAD DE QUE LA DECISIÓN ESTATAL AFECTE O INCIDA DE MANERA DIRECTA O DIFERENCIADA A LOS PUEBLOS Y COMUNIDADES INDÍGENAS, SIN QUE RESULTE EXIGIBLE LA ACREDITACIÓN DEL DAÑO Y SU IMPACTO SIGNIFICATIVO[4]. Ese criterio da cuenta de que el Poder Judicial es garante de los derechos reconocidos a favor de los pueblos indígenas en tratados internacionales, y de que, por esa razón, debe ordenar a las autoridades responsables que cumplan la obligación de hacer una consulta previa cuando puedan afectarse tales derechos. Conviene llamar la atención en que el trabajo que realiza la Justicia es fundamental para que los reconocimientos teóricos y legales de los derechos de los pueblos originarios, especialmente su autodeterminación, se hagan una realidad. Por ello, vale la pena reflexionar, primero, sobre cuál es la proporción en que los tribunales deben reconocer estos derechos, y, en segundo lugar, sobre cómo puede hallarse dicha medida. Respondidas esas preguntas es que podrá encontrarse el alcance legítimo de las facultades estatales en relación con los derechos indígenas, así como la frontera que estos tienen frente a los principios constitucionales y al resto de derechos humanos. [1]https://www.un.org/es/observances/indigenous-day#:~:text=Ante%20este%20problema%2C%20es%20justo,y%20culturalmente%20apropiada%20para%20ellos. [2]https://www.amnistia.org/ve/blog/2017/05/2472/derecho-a-la-autoderminacion-de-los-pueblos-indigenas [3] Como la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas y la Resolución sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas [4] Tesis [J.]: 2a./J. 11/2023 (11a.), Gaceta del Semanario Judicial de la Federación, Undécima época, libro 23, tomo III, marzo de 2023, página 2199. Una reflexión sobre la deontología jurídica y la vocación del jurista en el Día del Abogado7/12/2023 Es casi incuestionable que la vocación de quien estudia la carrera de Derecho es servir desde la justicia y contribuir a la construcción del bien común. Para ello, resulta necesario que el crecimiento del abogado sea integral desde el primer día de sus estudios profesionales, y que abarque, más allá de la fundamental instrucción en las materias técnicas, una formación seria en los valores básicos del jurista. Precisamente sobre ese proceso de desarrollo del abogado es que se busca reflexionar en este blog.
Para que llegue a un buen puerto, la preparación profesional jurídica requiere, como cualquier otro tipo de estudios profesionales, una proporcional dedicación de tiempo y esfuerzo, además de la realización de sacrificios de diversas clases. De la mano de ese camino arduo –sumamente arduo, casi siempre–, que debe recorrerse para la adquisición de conocimientos teóricos y habilidades prácticas, también es necesario que desde la etapa universitaria los estudiantes de Derecho tengan a su alcance herramientas y buenos ejemplos que los conduzcan hacia el bien, y no que, como ocurre a veces, socarronamente se les muestre solamente el camino de la chicana, con olvido de la buena práctica. Hasta aquí, se evidencia entonces que hay una dualidad de aspectos que deben instruirse a los abogados: uno, de carácter técnico, y otro, de carácter moral, que en muchas ocasiones cede frente al primero, pues se desatiende bajo la consideración de que es mejor el abogado que conoce bien la norma aplicable y su interpretación –sin interesarse por la rectitud de su comportamiento–, que aquél que opera desde el derecho y que se rige por principios éticos. Pero, precisamente por lo dicho arriba, cabe ahora preguntarnos: ¿existe diferencia entre un buen abogado y un abogado bueno? En otras palabras, la reflexión subyacente es si puede haber un buen abogado en lo técnico que no sea, sobre todo, una buena persona –y eso es algo muy importante, porque el buen abogado, para serlo, no puede ser un buen técnico del derecho y “además” ser una buena persona, sino que requiere ser, antes que otra cosa, una buena persona–. La respuesta a esas preguntas invariablemente implica acudir a la deontología jurídica, parte importante de la ética –disciplina que desde muchos años atrás ha sido objeto de estudio de múltiples autores como Aristóteles[1] y Santo Tomás de Aquino[2]–, y que en los últimos cien años ha sido discutida concretamente en lo jurídico por Ángel Ossorio y Gallardo[3], Jorge Malem Seña[4] y Ángela Aparisi[5], así como por Milagros Otero y Francisco Puy Muñoz. Así pues, la deontología jurídica, como disciplina encargada de informar cuáles son los deberes que tienen que respetarse al ejercer el Derecho, en cualquiera de sus formas –en el litigio, la consultoría, la academia y, desde luego, en la labor jurisdiccional–, enseña que los mandatos morales han de ser acatados aun cuando carecen de la obligatoriedad que caracteriza a las normas jurídicas. Esto es, aunque se trate de “simples deberes”, los principios derivados de la moral deben ser obedecidos para que la práctica jurídica resulte acorde con lo bueno. Quienes ejercemos la Ciencia Jurídica tenemos conciencia de los numerosos y profundos retos que su práctica presenta todos los días, y sabemos la honda escisión que prevalece entre lo aprendido en las aulas y lo que se hace en el foro. Esa separación, que se ve como la de dos mundos, puede y debe ser reducida mediante el ejercicio virtuoso de la profesión, desde la ética, teniendo en cuenta que la finalidad de la acción del abogado es, ante todo, lograr que prevalezca la justicia para alcanzar el bien común, y no el interés personal ilegítimo –¡del cliente o el de su abogado! –. Con esas ideas a la vista, teniendo en cuenta que desde 1960 se celebra en México el Día del Abogado –por un decreto presidencial–, y que el 12 de julio de 1533 se estableció en la Nueva España la primera cátedra de Derecho, conviene hacer una reflexión sobre dos ideas fundamentales: la primera es qué tan fieles somos aún los abogados a la vocación que nos trajo al derecho, y la segunda es de qué forma podemos contribuir a que nuestra profesión se ennoblezca y dignifique con nuestro ejemplo para las generaciones venideras. Y, por supuesto: ¡feliz Día del Abogado! [1] Una obra clásica, desde luego, es la Ética Nicomáquea, editada por Gredos. [2] El estudio de la ética de Santo Tomás de Aquino aparece, sobre todo, en la Suma Teológica, de la colección BAC. [3] Específicamente en su libro El alma de la toga, que puede encontrarse editado por Porrúa, y prologado por Roberto Ibáñez Mariel, quien fue profesor de Deontología Jurídica en diversos posgrados mexicanos. [4] En su artículo ¿Pueden las malas personas ser buenos jueces?, así como en otras obras como La función judicial. [5] En su obra Ética y deontología para juristas, de Porrúa. En el Derecho Internacional Público existen dos instituciones jurídicas protectoras de quienes dejan un Estado para salvaguardar sus derechos más mínimos y, en muchas ocasiones, hasta su vida. Se trata de las figuras del asilo y el refugio, cuya tutela es tan amplia que deriva de normas supranacionales –como la Convención y el Protocolo sobre el Estatuto de los Refugiados–, y se han incorporado las constitucionales –específicamente el artículo 11 de la Constitución mexicana– y las legales –como la Ley sobre Refugiados, Protección Complementaria y Asilo Político, así como la Ley de Migración–.
En forma breve, puede afirmarse que la regulación de estas figuras es multinivel, es decir, se encuentra organizada y articulada en función de las competencias de diversos órganos, tanto nacionales como internacionales. Por eso, y para aplicar correctamente el asilo y el refugio, es necesario, en primer lugar, distinguirlos de forma correcta y, en segundo, reconocer la relación que tienen con la protección de los derechos humanos. Precisamente por ello, aquí resulta necesario hacer una diferenciación conceptual, pues el refugio es solicitado por quien huye de la persecución o de violaciones a los derechos humanos, amenazas graves a la vida o conflictos armados, sin que puedan obtener protección en el Estado de origen, y al cual resulta peligroso volver, por lo que el Estado receptor le debe acoger jurídica y materialmente. En cambio, el asilo es una tutela que, sin que existan las mismas condiciones de peligro que en el caso del refugio, es concedida potestativamente por el Estado al que se le solicita[1], y típicamente es otorgado a quienes, en principio, abandonan el Estado de origen exclusivamente por motivos políticos[2]. Como puede verse, entre ambas figuras jurídicas existen diferencias sustanciales, que hacen resaltar el carácter protector de los derechos humanos que posee el refugio frente al asilo; por ello es que este blog se reservará exclusivamente al primero. Hay que subrayar la relevancia que el refugio tiene, por su relación con la protección de los derechos humanos, para el Poder Judicial. En específico, las obligaciones que los Estados deben cumplir en materia de refugio recaen en múltiples autoridades de diferente índole[3], pero el contenido del deber de proteger jurídicamente a quien tiene esa condición es el mismo. De tal forma, todas las ramas estatales que puedan llegar a tener participación en el reconocimiento del refugio deben conocer las normas aplicables y actuar de conformidad con los principios internacionales respectivos, aunque el Poder Judicial tiene, como siempre, un acentuado protagonismo. En ese orden de ideas, la importancia que ha empezado a ganar el refugio para la Justicia en México puede apreciarse en la siguiente tesis: DERECHO A BUSCAR Y RECIBIR ASILO. LA CONDICIÓN DE REFUGIADO ES DECLARATIVA Y NO CONSTITUTIVA Y, POR LO TANTO, LAS PERSONAS SOLICITANTES DE REFUGIO REQUIEREN PROTECCIÓN REFORZADA, INCLUSO ANTES DE QUE EL ESTADO LES RECONOZCA SU ESTATUTO[4]. Ese criterio da cuenta de cómo en México, a pesar de que por sus competencias las autoridades judiciales no se encuentran en la primera línea de atención a los refugiados, poseen efectivamente la responsabilidad de vigilar que las autoridades administrativas cumplan, como en cualquiera otra materia, las atribuciones que tienen a su cargo. En ese sentido, es notorio y encomiable que el Poder Judicial haya reconocido la necesidad de actuar y pronunciarse sobre el refugio en coincidencia con la práctica internacional. Muestra de ello es que la Suprema Corte de Justicia ha publicado el Protocolo para Juzgar Casos que involucren Personas Migrantes y Sujetas de Protección Internacional, así como el Manual sobre Desplazamiento Interno, lo que constituye una confirmación del interés por acercar el trabajo jurisdiccional a quienes necesiten esa clase de protección internacional. La reflexión a la que deben llevar estas ideas es a analizar cuál es el papel que deben ejercer los órganos nacionales, especialmente los judiciales, en la consolidación de la protección internacional de personas. Adicionalmente, lo dicho hasta aquí también debe concientizar a quienes integran la Justicia sobre la existencia efectiva de fenómenos cotidianos, a veces invisibles por las tensiones propias del escenario nacional, que para ser atendidos cabalmente deben ser vistos con humanidad y estudiados a nivel técnico, mediante la capacitación de quienes se involucren en la materia. [1] Una diferencia adicional es que la condición de refugiado, en todo caso, es sujeta de reconocimiento, mientras que el asilo simplemente se concede –o no–. [2] Al respecto, véase: Agencia de las Naciones Unidas Asilo y condición de refugiado, Asilo y condición de refugiado, https://help.unhcr.org/faq/es/how-can-we-help-you/asilo-y-condicion-refugiado/ [3] En México, por ejemplo, recaen en la Secretaría de Gobernación, el Instituto Nacional de Migración y la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, es decir, en órganos de la Administración Pública. En otros países, como en los Estados Unidos de América, la responsabilidad del reconocimiento del refugio recae en el Poder Judicial. [4] DERECHO A BUSCAR Y RECIBIR ASILO. LA CONDICIÓN DE REFUGIADO ES DECLARATIVA Y NO CONSTITUTIVA Y, POR LO TANTO, LAS PERSONAS SOLICITANTES DE REFUGIO REQUIEREN PROTECCIÓN REFORZADA, INCLUSO ANTES DE QUE EL ESTADO LES RECONOZCA SU ESTATUTO. Tesis [J.]: 1a./J. 78/22, Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, Undécima Época, libro 14, tomo V, junio de 2022, p. 4162. |
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